domingo, febrero 16, 2020

Stern, de Bruce Jay Friedman



A finales de marzo de aquel mismo año, Stern fue a arropar a su hijo por la noche y vio que una hinchazón duplicaba el tamaño de su cabeza. Le besó la parte tumefacta mientras su esposa llamaba a un médico, que le dijo:
-No me han llamado ustedes nunca antes. No acudo en mitad de la noche a menos que se trate de pacientes habituales.
Stern dijo que llamaría al hombre y ensayó lo que le diría, que no tenía derecho a llamarse médico, que era un paleto hijo de puta, que si no fuese médico estaría vendiendo pollos enfermos a las amas de casa. ¿Qué clase de hombre era él si era capaz de irse a dormir mientras un niño estaba con una fiebre tremenda y con la cara hinchada, que parecía una luna? Cogió el teléfono y dijo:
-Quiero decirle que me he enterado de lo que le ha dicho a mi esposa. Eso a un hombre no se le dice. –El médico repitió lo dicho y Stern balbuceó–: Pues qué vergüenza.

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Stern entró a ver a Belavista, un hombre de mediana edad de pies enormes y dientes capaces de partir un tronco en dos. Era de Brasil, y reforzaba la tez carbonosa natural de su cara a base de visitas frecuentes a Río de Janeiro. Tenía tres millones de dólares y a Stern lo descolocaba el hecho de que no tuviese manera de adivinar por su pinta que tuviese tanto dinero. Lo mismo podría haber sido un hombre de 300.000 dólares, o hasta de 27.500 dólares; y es que Stern consideraba que, si uno tenía millones, uno debería poder distinguirlo de un vistazo. Una medalla prendida o una corbata especial de millonario.

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El cuarto de Stern era largo, estrecho y pestilente, como si se hubiesen pasado la vida allí una serie de marinos mercantes entrados en años aquejados de problemas renales. Un hombre bajito de mediana edad con el pecho hundido y bolsas bajo los ojos estaba en una de las dos camas en penumbra y dijo:
-Eh, ¿esto qué es?
-¿El qué? –preguntó Stern.
El hombre había colocado las manos juntas, como si se las restregase una con otra, y las levantaba ante una lámpara de manera que proyectaba contra la pared una sombra amontonada y protuberante.
-No sé, ¿qué es?
-¿Ves la tita? ¿Ves la pirula?
-¿Cómo dice?
-Sí, hombre. Es un balanín. Un nabichuelo.
Stern volvió a mirar las sombras y, conforme el hombre manipulaba con los dedos, le apreció distinguir el contorno burdo de un par de genitales frotándose uno contra otro.

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Stern se acercó a la pareja y el chaval rubio y alto dijo:
-¿Qué tal, culogordo? Caray –le dijo al chico de la silla de ruedas–, ¿tú has visto qué pedazo de culo trae este?
Stern sonrió levemente, como si aquello fuese un buen chiste y no un insulto.
-He cogido un poco de peso porque tengo una cosa dentro. Hace una noche preciosa.
El chico alto estalló con violencia.
-¿Se las está dando de gracioso o qué?
-¿A qué te refieres? –contestó Stern aterrorizado.
-Por esa manera de hablar. ¿Se está burlando de nosotros?
-Pues claro que no.
-¿A qué viene lo de preciosa? Aquí somos una panda de tíos. Yo lo que veo es que igual se cree usted mejor que nosotros.
-Es por decir algo, nada más –dijo Stern.

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Había oído que cuando uno hace un esfuerzo físico aumenta el tono muscular, de modo que una vez, antes de una importante entrevista de trabajo, había corrido unas vueltas rápidas a la manzana. "¿Ha estado corriendo?", le preguntó el entrevistador, y Stern dijo: "No quería llegar tarde". La carrera había aumentado el tono muscular, pero él estuvo jadeando incoherencias durante toda la entrevista y no salió muy bien parado.


[La Fuga Ediciones. Traducción de Rubén Martín Giráldez]