domingo, enero 26, 2020

La herencia, de Vigdis Hjorth



Mi padre murió hace cinco meses, en un momento oportuno o inoportuno, según se mire. Yo creo que él no habría tenido nada en contra de desaparecer de una manera tan repentina justo entonces, hasta incluso pensé que se había caído a propósito cuando me lo dijeron, antes de conocer los detalles. Se parecía demasiado a lo que se lee en las novelas para poder ser casual.
Durante las semanas anteriores al fallecimiento, mis hermanos habían mantenido una enardecida disputa sobre un anticipo de la herencia, en relación con las casas de la playa de la familia en las islas de Hvaler. Y solo dos días antes de que mi padre se cayera, yo me había único a la disputa poniéndome de parte de mi hermano, en contra de mis dos hermanas pequeñas.

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Cuando ese mismo día me encontré con Klara junto al quiosco Narvesen y le conté llorando lo ocurrido, ella me dijo que tenía que romper. Tienes que romper.
¿Eso se puede hacer?, le pregunté, entre sollozos. Sí, contestó, lo hace mucha gente. Y la idea de no tener que volver a verlos nunca más me alivió al instante. No tener que tomar postura, no tener que escuchar llantos, reproches ni amenazas, no tener que poner excusas, defenderme ni explicarme para de todos modos no ser comprendida. ¿Era posible romper? Sí, dijo Klara. Yo no tenía que decir ni escribir nada, simplemente decidirlo, y ya estaba decidido, rompo, decidí, allí, junto al quiosco Narvesen, en Bogstadveien, y estaba hecho.

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Me subió por dentro una enorme compasión al pensar en mi padre, en la vida de mi padre, mi pobre, mi pobre padre, que cometió varios disparates cuando era joven, algo que no podía deshacerse, que no podía repararse, y no sabía cómo soportarlo, cómo vivir con ello.

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Uno no se vuelve bueno sufriendo. Por regla general uno se vuelve malo si sufre. La disputa sobre quién lo ha pasado peor es pueril. Los oprimidos suelen acabar mutilados, con una vida sentimental destrozada, suelen adoptar la manera de pensar y los métodos de actuar de los opresores, esa es la consecuencia más infame de la opresión, que destroza a los oprimidos haciéndoles menos capaces de librarse. Cuesta mucho trabajo convertir el sufrimiento en algo útil para alguien, sobre todo para el sufridor.

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Ese tiene que ser el objetivo y el sentido de las cosas, vivir muchos momentos como ese que compensen lo doloroso, construir una casa de momentos como ese en la que poder refugiarse en tiempos duros.

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Gran parte de la comunicación desaparecía cuando uno no veía a la familia, no escuchaba las voces, no veía el lenguaje corporal. Por esa razón le interesaba tanto el encuentro físico. Cuando las personas no se ven, aumentan la distancia y la probabilidad de demonización.


[Mármara Ediciones & Nórdica Libros. Traducción de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo]