jueves, mayo 09, 2019

El nenúfar y la araña, de Claire Legendre



Los novelistas tenemos una particularidad: escribimos historias a partir de las nuestras, y al hacerlo dotamos de sentido a estas últimas, que no lo tienen. Cada gesto, cada palabra adquiere sentido. Como en Hitchcock, un plano inserto del arma del crimen nos la señala como tal. De ese modo, contemplamos nuestra vida en el momento de vivirla con el apetito retrospectivo y anticipado de infundir sentido en aquello que por el momento carece de él. Intentamos adivinar la continuación. Es un orgullo irrazonable: jugamos a ser Dios.

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La muerte prematura tiene algo de inconcebible. Es imposible pensar esto: hace diez días me decían que estaba enfermo y ahora ya no existe. Hace diez días le daban tres meses y me parecía poco.

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El miedo procede de la culpabilidad. Me da miedo que me golpeen porque me he portado mal, o porque considero, en mi fuero interno, que así ha sido. Me imagino que, en el lugar del otro, podrían darme ganas de golpear. Así que me protejo el rostro a pesar de que el otro no ha amagado siquiera el gesto de levantar la mano. Esto supone un esfuerzo de identificación, una empatía.

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Lo peor de la ficción es que no sirve de nada para protegerse. Ni siquiera es una crisálida; por poco que se crea en ella, hace el mismo daño que la realidad.

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Seguro que hay que sentirse de veras en peligro para que el miedo a morir supere al miedo a vivir. El alivio de enfrentarse a un dolor que por fin sobrepasa mis miedos.

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El cirujano lo confirma: tengo suerte. Nada de cáncer. Esta vez no. Las cicatrices ya no rezuman. "Para tu noche de bodas ni se verá", dice sonriente. Se me hará un escáner de control dentro de seis meses para mirar el nódulo y la cicatrización. Y otro el año que viene. No vas a salirte de rositas. Te van a tener cagada de miedo una vez al año hasta que te mueras. Mientras tanto, apáñatelas con tus miedos. Tus miedos falsos, peores que los verdaderos.

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Tras todo conflicto que se evita subyace el miedo a los golpes.

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Pertenecemos a una civilización serena, a la que no amenazan ni la guerra ni el hambre, y cultivamos en nuestro interior los monstruos que nos devoran. Una generación ocupada en medir su velocidad de autodestrucción.


[Tránsito Editorial. Traducción de Laura Salas Rodríguez]