jueves, agosto 23, 2018

Memorias, de Balthus


Hay que aprender a atisbar la luz. Sus fugas y sus filtraciones. Por la mañana, después del desayuno, después de leer el correo, informarse sobre el estado de la luz. Saber si es posible pintar hoy, si el avance en el misterio del cuadro será profundo. Si la luz del estudio será buena para penetrar en él.

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Nadie piensa en lo que realmente es la pintura: un oficio, como el de cavar la tierra, el de labrador. Es como hacer un hoyo en la tierra. Hace falta cierto esfuerzo físico, que corresponde a la meta que te has marcado. Conocer secretos, caminos ilegibles, profundos, lejanos. Inmemoriales. Esto me lleva a pensar en la pintura moderna, en sus fracasos.

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No hay nada más arriesgado ni más difícil de hacer que reproducir la claridad de una mirada, el terciopelo casi imperceptible de una mejilla, la presencia de una emoción que se advierte en la mezcla de pesadez y ligereza de los labios. Es al equilibro milagrosamente musical de los rostros de mis jóvenes modelos adonde he querido llegar.

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El dibujo es una escuela estupenda de verdad y exigencia. Es lo que más te acerca a la naturaleza, a su geometría más secreta, algo que la pintura no siempre te permite alcanzar porque le echas más imaginación, escenificación, espectáculo, podría decirse. El dibujo, en cambio, obliga de alguna manera a la abstracción, pues se trata de ir más allá de las apariencias del rostro o del cuerpo, y captar su luz.

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Pintar no es representar, sino penetrar. Ir al fondo del secreto. Ser capaz de sacar la imagen interior. De modo que el pintor también es un espejo. Refleja el espíritu, el rasgo de luz interior.

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La historia de mi infancia no es ajena al afán, "reaccionario" en el sentido propio de la palabra, de conservar las tradiciones para poder innovar, inventar a partir de ellas. Desde pequeño me enseñaron a admirar el pasado y respetarlo como un medio para avanzar uno mismo. No había que rehacer el mundo partiendo de cero, sino leerlo y entenderlo, interpretarlo de otro modo gracias al legado inagotable de los que nos precedieron.

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No me da miedo la muerte, solo la angustia que siento en mi interior, porque sé muy bien que la muerte interrumpe la realización de mi pintura, que es cada cuadro nuevo. Temo no poder terminarlo, dejar incompleto lo que traía desde muy lejos y yo mismo desconocía. Eso, sobre todo, es lo que me angustia.

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Noto cómo se acerca la muerte, pasito a pasito. Sientes la muerte en ti, se va deslizando de un modo extraño, es imposible de explicar. Me asalta una extraña fatiga, tengo que descansar, que dormir un poco. Pequeñas cosas que se van, trozos de memoria, ausencias, vacilaciones, tiempos de silencio que se imponen y de los que no puedes zafarte.

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Pintar es ir todos los días a la fuente para sacar agua. La luz.

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Pintar es salir de ti mismo, olvidarte, preferir el anonimato y correr el riesgo, a veces, de no estar de acuerdo con tu siglo y con los tuyos. Es preciso evitar las modas, atenerte por encima de todo a lo que crees bueno para ti, e incluso cultivar lo que siempre he llamado, como los dandis del siglo XIX, "el gusto aristocrático de no gustar". Conocer el placer exquisito de la diferencia que, de todos modos, te impone tareas muy insólitas, asombrosas. El pintor, tal como yo lo entiendo, tiene en su contra todos los mercados, todas las tendencias, todos los esnobismos. Está al margen de las modas.


[DeBolsillo. Traducción de Juan Vivanco]