viernes, septiembre 22, 2017

Parpadeo, de Theodore Roszak


Vi mi primer film de Max Castle en un sórdido sótano del oeste de Los Ángeles. Hoy, a nadie se le ocurriría proyectar películas en tugurio semejante. Pero en su momento –a mediados de los cincuenta–, aquella era la modesta sede de la mejor sala de cine de repertorio al oeste de París.

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Como la mayoría de americanos de mi generación, mi historia con el cine se remonta hasta donde no me alcanza la memoria. Según tengo entendido, comenzó con espasmos prenatales de emoción y deleite. Mi madre era una espectadora ávida, una fanática que iba dos veces por semana a sesiones triples de cortometrajes variados. Usaba las salas de cine como millones de americanos a fines de la aciaga década de los años treinta: como refugio a veinticinco centavos del calor del verano y el frío del invierno, como preciosa vía de escape del dilatado sufrimiento de la Depresión. Era también la mejor manera de evitar al casero ante la puerta para cobrar el alquiler. Cabe que buena parte de los desechos arquetípicos que pueblan los descuidados rincones de mi mente –la primitiva llamada de apareamiento de Tarzán, la carcajada de la Bruja Mala, el aullido del Hombre Lobo– se infiltraran en mi sueño fetal a través de las paredes del útero.

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Ella insistía en que las películas eran algo más que un saco de ilusiones ópticas; eran literatura para el ojo, en potencia igual de importantes que cualquier página escrita. De ella aprendía a escuchar siempre la palabra, a observar la imagen. O al menos así veía yo toda película hasta que Max Castle me introdujo en una ciencia del cine más oscura.

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Mediante su programación y sus notas, regaló a su público los beneficios de sus estudios cinematográficos europeos, demostrando que una comedia de Preston Sturges o un musical de MGM merecían el mismo valor crítico –y lo necesitaban más– que los grandes clásicos de la pantalla. Pues, según Clare, el entretenimiento gobierna más vidas que el arte, y las gobierna con mayor despotismo. La gente no está en guardia cuando está siendo entretenida. En ese momento las imágenes y los mensajes pasan y arraigan más a fondo.

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Porque invariablemente, a un nivel subconsciente, las películas de Castle eran psicopáticas de principio a fin. Por todas partes, la sexualidad descarada se mezclaba con una morbidez que eliminaba aposta cualquier efecto placentero. El erotismo de Castle era una pesadilla salida directamente del caldero de un brujo: cuerpos atormentados por su lujuria, aborrecibles a causa del deseo. Una y otra vez, como en el caso de Judas, provocaban la sensación casi palpable de algo impuro aferrado a la carne.

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-Pero ¿qué hay de malo en lo artístico?
Él respondió con un suspiro cansado.
-Con lo artístico viene el temperamento. Y con el temperamento llega la imprevisibilidad. No es fácil controlar a las personas temperamentales.

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-[…] El arte está en la ocultación. ¿Es que no lo sabes a estas alturas? Uno trabaja siempre bajo la superficie. Es la única manera de penetrar las mentes: cuando no te ven venir.    


[Pálido Fuego. Traducción de José Luis Amores]