La primera parte de Iron Man me pareció divertida e ingeniosa, bastante aceptable y un gran entretenimiento. La segunda, en cambio, la recuerdo ya floja, como una gaseosa disipada. Ambas fueron dirigidas por el actor Jon Favreau, que es solvente pero sus trabajos (véanse Elf o Cowboys & Aliens) no son tan personales como los de, por ejemplo, un J. J. Abrams o un Joss Whedon. Podría sorprender que la tercera parte nos parezca mejor que las anteriores si no conociéramos ya la habilidad de su guionista y director, Shane Black. Guionista de Arma letal, El último boy scout, El último gran héroe y Una pandilla alucinante, entre otras, también dirigió una peli de culto, que a mí me encanta: Kiss Kiss, Bang Bang. Que este tipo creara los personajes de la saga de Arma letal ya lo convierte, para mí, en una especie de dios, pues en los 80 y en los 90 estuve tan obsesionado con estas películas que hice cosas extrañas, como aprenderme de memoria los diálogos, tratar de vestir como Martin Riggs o despedir a mi novia de entonces como aquel policía despide a su chica en la segunda parte (me refiero a Patsy Kensit).
En Iron Man 3, como sucedía en Kiss Kiss…, nada es lo que parece. Nada ni nadie. Y de ahí que esta adaptación del superhéroe bajo la que se refugia Tony Stark sea, además de divertida y espectacular, una montaña rusa de sorpresas. Empezando por el reparto: a los habituales Robert Downey Jr., Gwyneth Paltrow y Don Cheadle se unen tres intérpretes de categoría, es decir, Guy Pearce, Rebecca Hall y Ben Kingsley. Shane Black ha rodado una película en la que se apuesta más por la persona que por el superhéroe, y en la que nos advierte que, por un único error del pasado, alguien puede hacértelo pagar caro (aunque hayan pasado muchos años). Por cierto: no hay que perderse la breve escena que incluyen tras los créditos finales, algo ya habitual en Marvel.