EL DESTINO DE LAS BIBLIOTECAS
Es una preocupación compartida por muchos: ¿qué va a ser de nuestros libros? Estos días se han vendido en Zaragoza algunas bibliotecas. Ocurre siempre lo mismo: a la muerte del dueño de los libros sus herederos no saben qué hacer con ellos. Aunque quieran ser respetuosos y honrar la memoria del difunto, ni les caben esos libros en casa, ni sus intereses como lectores son los mismos de quien formó esa biblioteca, ni hay forma razonable de trocear esta y repartírsela entre ellos sin dañarla irremediablemente. Así que llaman al ropavejero y este se lleva los libros a precio de saldo. Y es que todo cuesta mucho cuando lo compramos y muy poco cuando lo vendemos. Yo he sido testigo –y en ocasiones he intervenido– en alguna de esas transacciones y son de una tristeza infinita, pues en un momento desaparecen ante los ojos resignados de los hijos el esfuerzo y la pasión de toda una vida de sus padres, los muchos libros anotados y trabajados, los enormes sacrificios por conseguir tal o cual ejemplar. Pero, con eso y con todo, lo que más desánimo produce es comprobar cómo se desmorona sin remedio lo que es imposible de cuantificar: los sueños y las ambiciones de quienes formaron durante años y años aquellas bibliotecas. Otra solución es donar los libros a las instituciones, como ha hecho recientemente uno de los más grandes bibliófilos de Aragón: Vicente Martínez Tejero. Pero también esto es muy complicado, pues aquellas muchas veces no disponen del espacio físico adecuado para recibir y cuidar con decoro quince o veinte mil libros que les caen encima de repente, ni recursos humanos suficientes para encargarse de su estudio y catalogación, con lo que muchas veces esas donaciones acaban convirtiéndose para ellas en un problema de difícil solución. Así que al final todos nos consolamos pensando que hemos disfrutado de nuestros libros en vida y que lo que ocurra después con ellos ya no nos concierne.
Es una preocupación compartida por muchos: ¿qué va a ser de nuestros libros? Estos días se han vendido en Zaragoza algunas bibliotecas. Ocurre siempre lo mismo: a la muerte del dueño de los libros sus herederos no saben qué hacer con ellos. Aunque quieran ser respetuosos y honrar la memoria del difunto, ni les caben esos libros en casa, ni sus intereses como lectores son los mismos de quien formó esa biblioteca, ni hay forma razonable de trocear esta y repartírsela entre ellos sin dañarla irremediablemente. Así que llaman al ropavejero y este se lleva los libros a precio de saldo. Y es que todo cuesta mucho cuando lo compramos y muy poco cuando lo vendemos. Yo he sido testigo –y en ocasiones he intervenido– en alguna de esas transacciones y son de una tristeza infinita, pues en un momento desaparecen ante los ojos resignados de los hijos el esfuerzo y la pasión de toda una vida de sus padres, los muchos libros anotados y trabajados, los enormes sacrificios por conseguir tal o cual ejemplar. Pero, con eso y con todo, lo que más desánimo produce es comprobar cómo se desmorona sin remedio lo que es imposible de cuantificar: los sueños y las ambiciones de quienes formaron durante años y años aquellas bibliotecas. Otra solución es donar los libros a las instituciones, como ha hecho recientemente uno de los más grandes bibliófilos de Aragón: Vicente Martínez Tejero. Pero también esto es muy complicado, pues aquellas muchas veces no disponen del espacio físico adecuado para recibir y cuidar con decoro quince o veinte mil libros que les caen encima de repente, ni recursos humanos suficientes para encargarse de su estudio y catalogación, con lo que muchas veces esas donaciones acaban convirtiéndose para ellas en un problema de difícil solución. Así que al final todos nos consolamos pensando que hemos disfrutado de nuestros libros en vida y que lo que ocurra después con ellos ya no nos concierne.