Naturalmente la vida
entera es un proceso de quiebra, pero los golpes que ejercen la parte dramática
de la tarea –los grandes y repentinos golpes que llegan, o parecen llegar, del
exterior–, los que uno recuerda y a los que les echa la culpa de las cosas, y
los que, en momentos de debilidad, uno cuenta a los amigos, no revelan sus
efectos de inmediato. Hay otro tipo de golpe que procede del interior, y que
uno no nota hasta que ya es demasiado tarde para hacer algo al respecto, hasta
que comprende de manera positiva que de alguna forma ya no volverá a ser un
hombre tan bueno. El primer tipo de grieta parece ocurrir rápido; el segundo
ocurre casi sin que uno lo advierta, sino que se presenta, de hecho, muy de
repente.
Así comienza el célebre texto “The Crack-Up”, que para
esta edición ha sido traducido por Yolanda Morató (con el título de “La
quiebra”). Sin menospreciar la antigua versión de Anagrama, prefiero esta nueva
traducción. Me ha parecido más fresca, más correcta, más actual. Mi ciudad perdida, que recopila los “Ensayos
autobiográficos” de Fitzgerald, se publicaron hace ya algunos meses en Zut
Ediciones, y es una ocasión que ningún lector con buen gusto debería dejar
escapar.
No sólo están aquí las nuevas versiones de los artículos y
ensayos que ya habíamos leído en el volumen titulado El Crack-Up: también se
incorporan textos como “Cómo vivir con 36.000 $ al año”, “Cómo vivir con casi
nada al año”, “Cómo desperdiciar material. Una nota sobre mi generación” o
“Cien comienzos en falso”. En todos ellos brilla la prosa exquisita, casi
sensual, del gran F. Scott. Utilizando sus propios recuerdos, sus propias
vivencias, Fitzgerald nos habla de sus problemas económicos, de su quiebra
anímica, de un escritor como Ring Lardner, de cómo se siente a los 25 años, e
incluso de sus viajes con Zelda, logrando párrafos de este calibre:
Mientras escribo ha
llegado el crepúsculo, y tras mi ventana las masas oscurecidas de los árboles,
colocados en grupo uno junto al otro entre el abundante verdor, descienden en
pendiente hasta el mar nocturno. El sol ardiente se ha derrumbado tras los
picos de la Esterles y la luna ya se cierne sobre los acueductos romanos de
Fréjus, a ocho kilómetros de distancia. Dentro de media hora René y Bobbé,
oficiales de aviación, vendrán a cenar con sus blancos trajes de dril, y René,
que tiene sólo veintitrés años y nunca ha superado el hecho de haberse perdido
la guerra, nos contará de manera romántica que quiere fumar opio en Pekín y que
escribe algunas cosas “sólo para mí”. Después, en el jardín, sus blancos
uniformes se irán volviendo cada vez más tenues a medida que una oscuridad más
líquida descienda, hasta que, al igual que las rosas intensas y los ruiseñores
en los pinos, también ellos parecerán formar parte esencial e indivisible de la
belleza de esta alegre tierra orgullosa.
Es un auténtico placer adentrarse en estos ensayos.
Comprobar cómo Zelda y Scott suben y bajan en la rueda de la vida, cómo logran
estabilidad económica para luego perderla e ir dando bandazos: Somos demasiado pobres para ahorrar. El ahorro
es un lujo, le dice él a ella. Mi ciudad perdida cumple uno de los
propósitos de F. S.: ver publicados estas colaboraciones de prensa en un único
tomo; no lo consiguió estando vivo. Y unos cuantos textos alcanzan una
originalidad envidiable, como ese “Una breve autobiografía”, en el que traza
una ruta (por años y por lugares) de las bebidas alcohólicas que bebía. Lectura
muy recomendable, especialmente, para escritores o escritores en ciernes: se
sentirán identificados en algunos de los párrafos de este maestro, sobre todo
en esas páginas en las que decide romper con casi todo y proclama: Ahora por fin me he convertido tan sólo en
escritor. Os dejo con varios extractos:
Luego fuimos en
continuo ascenso; los cielos crepusculares se desplegaban en el valle de
Cévennes, abrían en dos las montañas, y una temible soledad se gestaba en las
cumbres rasas. Hicimos crujir rebabas de castaño a nuestro paso por la
carretera y un aromático humo salía de las cabañas de montaña. El hostal tenía
mal aspecto, los suelos estaban cubiertos de serrín, pero nos sirvieron el
mejor faisán que hayamos comido nunca y los mejores embutidos, y los colchones
de plumas de las camas eran una maravilla.
**
“Hasta los cuarenta
y nueve todo irá bien –decía–. Puedo estar seguro de ello. Para un hombre que
ha vivido como yo, es todo cuanto se puede pedir”.
…Y entonces, a diez
años de cumplir los cuarenta y nueve, de pronto descubrí que había sufrido una
quiebra prematura.
**
Esto es lo que
pienso ahora: que el estado natural del adulto sensible es cierta infelicidad.
Creo también que en un adulto el deseo de ser de una mejor pasta de la que se
es, “un esfuerzo constante” (como dice la gente que se gana el pan diciéndolo),
termina por sumarse a esa infelicidad al final… ese final que les llega a
nuestra juventud y esperanzas.
[Traducción de Yolanda Morató]