La visita de los
nefrólogos no espanta ningún miedo; antes bien, los acrecienta: infiero que
están a la espera de los resultados que determinarán a qué nuevas pruebas deberé
someterme. El miedo es la vaguedad de sus explicaciones, la escasa información,
la actitud distante, la rapidez con que efectúan las visitas, a fin de evitar
las preguntas y dudas del paciente. Cuando me dejan solo, bajo a la calle, me
tomo un café de verdad y compro el periódico.
**
Todo diario tiene su
“contradiario”: aquello que permanece bajo la línea de flotación del texto y
que el escritor salvaguarda de la exposición pública. Es el contrapeso de una
narración liberada de lo íntimo. Se me figura que lo escrito y lo silenciado se
alimentan y conviven en un diálogo que el lector adivina. Quisiera que el
lector intuyera esos cimientos que, bajo tierra, sustentan estas páginas. Un
diario nunca es un desnudo integral, pues ciertos asuntos no deben ser
contados. Un diario es un relato. Tal vez quede en la superficie del texto
cierta temperatura humana, como el vaho que desprende el cuerpo de un caballo
tras una larga carrera invernal, el calor húmedo y un poco pegajoso que se
adhiere a los dedos del lector.
**
Día doscientos noventa y tres
Ella guarda secretos
que sólo conocen las campanas de una aldea de Galicia. Ella mantiene firme el
pulso a una casa que pesa tanto como el odio. Ella conoce el lenguaje de las
tortugas. Ella cría ratones rusos que se mueren de indigestión o abrasados por
el sol del verano. Ella tiene buen oído y canta en la ducha canciones de
Joaquín Sabina, que a mí no me gustan. Ella tiene un perro ciego. Ella quiere
ser feliz, busca amor y lo da a raudales. Ella teme al pasado, que la acecha en
forma de merodeador. Ella habla en sueños. Ella mantiene bajo la sombra de un
olivo centenario dos hijos que la quieren y protegen. Ella tiene sueños
premonitorios. Ella me hace un hueco en su corazón agrietado.