miércoles, agosto 22, 2012

Un tiempo para callar, de Patrick Leigh Fermor



Patrick Leigh Fermor es una de mis asignaturas literarias pendientes. Empiezo por Un tiempo para callar, uno de sus primeros libros, resultado de sus observaciones tras pasar algunas semanas en varios monasterios y abadías. El autor visitó esos lugares, se recluyó en el silencio y escribió sin el estruendo propio de la ciudad. Se trata de un libro breve, repleto de observaciones precisas y de descripciones de las vidas de los monjes, sometidos a sacrificios y a dietas rigurosas que a veces ponen los pelos de punta. Es un placer acompañar a Fermor dentro de esos muros. Dos ejemplos:

Mis primeros sentimientos en el monasterio cambiaron: dejé de sentirme rodeado por una sensación de muerte inminente, aprisionado por error en una catacumba. Creo que el cambio debió acontecer después de unos cuatro días. La impresión de abandono persistió aún un tiempo; son los sentimientos de soledad y apatía que acompañan siempre la transición de los excesos urbanos a una vida de rústica soledad. Aquí, en la abadía, en un entorno totalmente extraño, este deprimente paso fronterizo se extendía y magnificaba. Uno tiende a asumir la idea de la vida monástica como un fenómeno que siempre ha existido, para apartarlo luego de la mente sin posterior análisis o comentarios; sólo viviendo por un tiempo en un monasterio se puede llegar a captar algo de sus asombrosas diferencias con la vida ordinaria que llevamos.

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Un monje trapense se levanta a la una o dos de la madrugada, dependiendo de la estación. Pasa siete horas diarias en la iglesia cantando en los oficios, arrodillado o de pie en silenciosa meditación, a menudo en la oscuridad. El resto del día lo destina a las labores del campo en sus formas más primitivas y agotadoras; en oración mental, sermones y lecturas del Martirologio. El ocio y la diversión son una rareza, y el tiempo que se dedica al estudio, en la práctica si no en la teoría, es muy escaso. La dieta consiste casi enteramente en raíces y tubérculos; la carne, los huevos y el pescado están vetados. Por si este austero régimen fuera poco, durante seis meses al año se impone también una regla de estricto ayuno. Los monjes están obligados a llevar el mismo ropaje pesado durante todas las estaciones, norma casi insoportable durante los duros trabajos en pleno verano. En las tardes de verano se retiran después de las completas, a las ocho, y en las de invierno a las siete, para dormir unas escasas seis horas.


[Traducción de Dolores Payás]