Éste es, después de El
poder del perro, el mejor libro de Don Winslow. O el más potente. Una
novela que va directa a la yugular y que no oculta sus aspiraciones a guión
(Oliver Stone ha dirigido una película basada en la misma, en cuya base ha
colaborado el propio Winslow; al final del libro le da las gracias a Stone; y
hay pasajes completos de la novela en que la narración toma directamente la
forma de un guión, con sus acotaciones y su tipo de letra más grande). Pero hay
una diferencia básica, radical, a mi entender, entre la novela y lo que será el
guión: Winslow se sirve de un humor feroz, con alusiones a lo que llaman alta
cultura y también a la jerga de los bajos fondos y al mundo de las redes
sociales. Esas acotaciones, esos comentarios, sumados a los diálogos, son los
que convierten a Salvajes en un
festín, en un divertimento en el que se mezclan cultivadores de marihuana,
policías corruptos, capos del cartel de drogas, chicas promiscuas y piratas
informáticos. Un extracto en el que brillan las coñas del autor:
Entregar las
semillas de Viuda Blanca a Ben fue como entregar a Miguel Ángel unos pinceles y
un techo en blanco y decirle: “Adelante, tío”.
Ben tomó la Viuda
Blanca y la fue cultivando de forma selectiva hasta obtener una variedad más
fuerte aún. George Washington Ben Carver creó una semilla Frankenstein, una
mutante de X-Men, una semilla que era un fenómeno genético.
Aquella planta casi
podía ponerse de pie, andar por ahí, buscar un mechero y encenderse sola; leer
a Wittgenstein, sostener contigo conversaciones profundas sobre el sentido de
la vida, colaborar en la creación de una serie de televisión para el canal HBO
y llevar la paz a Oriente Próximo: “Los israelíes y los palestinos podrían
coexistir en dos universos paralelos, compartiendo el espacio, pero no el
tiempo”.
Había que ser un tío
fuerte –o una tía fuerte, en el caso de O.– para aguantar más de un pico de la
Súper Viuda Blanca.
[Traducción: Alejandra Devoto]