martes, mayo 08, 2012

Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos. Philip K. Dick 1928 – 1982, de Emmanuel Carrère



Una de las biografías más prestigiosas sobre Philip K. Dick es la del escritor francés Emmanuel Carrère (autor de Vidas ajenas y El adversario, entre otras). Más preocupado por su vida que por su obra (eché de menos los análisis sobre algunos relatos y algunas novelas que ni siquiera se mencionan), Carrère reconstruye el periplo vital de un hombre que bordeaba la paranoia, que creía ser un visionario, que se atiborró de drogas, que cambiaba de mujer continuamente, que no alcanzó en vida el éxito que se merecía, que a veces parecía un loco y a veces parecía un profeta, que escribió novelas y relatos maravillosos que se anticiparon a su tiempo y que su obra ha sido una fuente continua de inspiración para cineastas y escritores.

Aunque se echa en falta el análisis de muchos de sus libros, merece la pena leer esta biografía, y en especial me ha gustado mucho el capítulo dedicado a sus vivencias con los dealers y los drogadictos, andanzas que le sirvieron de base para su novela Una mirada a la oscuridad (que no me cansaré de recomendar), y que era casi un calco de aquellos tiempos, de aquellos personajes que creían tener piojos en el cuerpo, o que arrestaban cada poco, o que morían por sobredosis. Muy interesante, la vida de Philip K. Dick. Todo un personaje. Y he aquí una muestra de sus paranoias y de sus sospechas sobre las conspiraciones:

Un día, frente a una taza de café que le habían preparado, se le ocurrió la idea, que nunca más lo abandonó, de que habían podido meter en ella con toda facilidad una potente dosis de alguna droga psicodélica, una dosis que proyectaría en su mente, y para el resto de su vida, un filme horrorífico e interminable. Si alguien se la tenía jurada, algo inevitable en el mundo de la droga, donde toda una serie de incidentes contribuían a demostrarlo, hubiese podido hacerlo sin ningún problema, o bien inyectarle durante el sueño un poderoso cóctel de heroína mezclada con estricnina, que casi lo mataría, pero no del todo. Y así ocurriría lo más temible: se convertiría en un adicto para toda la vida y presenciaría la eterna película de horror. Su existencia quedaría entonces reducida a la jeringa y la cuchara, a darse golpes contra las paredes de un hospital psiquiátrico, donde día y noche habría intentado sacudirse los piojos mientras se preguntaba por qué ya no era capaz de llevarse un tenedor a la boca.


[Traducción de Marcelo Tombetta]