Por lo que he podido leer por ahí, esta película del escritor y
cineasta Paolo Sorrentino provoca dos reacciones opuestas: o la amas o la
odias. Yo la vi hace unos días y estoy en la primera categoría, aunque
reconozco que, al principio, con ese personaje tan incómodo al que da vida Sean
Penn, tenía mis reservas. Pero, a partir de un punto, el protagonista debe
viajar a Estados Unidos y la película se libera de sus corsés, la mirada del
director se amplía y el personaje de Penn evoluciona. Llega un punto en el que
no nos parece tan ridículo.
Cheyenne (un extraordinario Sean Penn, que borda su papel y
coloca a su personaje en las fronteras entre lo ridículo y lo sublime) es un
cantante retirado y deprimido, una especie de copia de Robert Smith, el solista
de The Cure (incluso, en cierta ocasión, cuando debe mentir, dice que se llama
John Smith, en un guiño evidente a R.S.), un tipo que se mueve por la calle
como un fantasma, que se viste de gótico o de siniestro, que se maquilla a
diario y que, en el exterior, despierta la mofa, la admiración y el recelo, dependiendo
de quién lo mire. Un día recibe la noticia de la inminente muerte de su padre,
un judío que estuvo en los campos de concentración nazis, y Cheyenne viaja a
Estados Unidos. Es, a partir de entonces, cuando las claves que el director
había sembrado se van abriendo: emerge el pasado de Cheyenne, que sólo podíamos
intuir, y se van conformando los territorios por los que se mueve el personaje.
Hay también algo muy atractivo, al menos para mí, en este
filme: la mirada del extranjero. La mirada del europeo sobre Estados Unidos. Sorrentino
pasea la cámara por EE.UU. al más puro estilo Win Wenders. Cheyenne se topa con
un montón de tipos raros, aún más extraños que él. Lo que les pasa es sólo
sugerido, en la mayoría de los casos: de esos personajes apenas sabremos nada,
son como esbozos, como jirones que han quedado en la sala de montaje o en el
borrador del guión o en la cabeza de Sorrentino (ahí es donde se le nota el
oficio de novelista: esa multitud de historias de personajes secundarios que,
en la película, no se despliegan, logrando que aún parezca más enigmática de lo
que es).
No faltan, tampoco, ciertas sentencias gloriosas que oímos
por boca de Penn. La que más impacta es aquella en la que le dice a una
camarera que se ha conformado con ese trabajo tras la barra: Sin darnos cuenta, pasamos de una edad en la
que decimos «Mi vida será así» a una edad en la que decimos «Así es la vida».