viernes, enero 13, 2012

Hitch-22, de Christopher Hitchens


Me recomendaron este libro antes de la muerte de Christopher Hitchens. Aplacé su lectura y, poco después de aquella recomendación, el autor murió. Las memorias de Hitchens no son usuales. En vez de hablar de sus intimidades, o sacar los trapos sucios domésticos, dedica gran número de páginas a hablar de sus amistades literarias (Salman Rushdie, James Fenton, Ian McEwan, Martin Amis, David Rieff), de su activismo revolucionario, de sus reportajes e investigaciones políticas, de sus polémicas con Edward Said, Gore Vidal o Noam Chomsky, de sus viajes o de sus orígenes judíos. Hitchens siempre guarda una daga en la manga y la muestra cuando la ocasión lo merece, y además es sutil y certero en sus ataques. Era uno de esos tipos que no podían callarse. Sus memorias se devoran porque sabe poner el dedo en la llaga y porque también fue uno de los grandes de aquel grupo de amigos (Rushdie, Fenton, McEwan, Amis, Rieff), aunque no se dedicara a la ficción, lo que, quizá, haya retrasado su ingreso en ese olimpo. Espero que pronto traduzcan Arguably, su último libro de ensayos y artículos. De entre todas las anécdotas, quiero destacar ésta, en la que habla con Thomas Pynchon: 

Una tarde estaba sentado a la mesa del New Statestman cuando sonó el teléfono y una voz desconocida preguntó por mí. Después de confirmar que yo era yo, la voz dijo: “Al habla Thomas Pynchon”. Me alegra no haber dicho lo primero que se me ocurrió, porque pronto pudo demostrar que era él, y que un amigo mutuo (quiero decir un amigo común) llamado Ian McEwan le había propuesto llamar. El libro de otro amigo, el esfuerzo ultrahomosexual de Larry Kramer Faggots, había sido secuestrado por el servicio de aduanas británico y todas las copias incautadas corrían el riesgo de ser destruidas. El señor Pynchon se hallaba en algún lugar de Inglaterra y estaba consternado. ¿Qué se podía hacer? ¿Podía yo provocar un escándalo, como había dicho Ian? Le dije que uno podía protestar roncamente y mucho tiempo, pero Gran Bretaña no tenía una ley que protegiera la libertad de expresión o prohibiera la censura estatal. Charlamos un poco más, ofrecí toscamente volver a llamarlo, rechazó entre risas ese intento transparente y se desvaneció de nuevo en el mundo en el que solo McEwan podía encontrarlo. (Ian parecía capaz de hacerlo sin presumir de ello: también entabló amistad con el casi ilocalizable Milan Kundera.)


[Traducción de Daniel Rodríguez Gascón]