jueves, noviembre 03, 2011

Rue de l’Odéon, de Adrienne Monnier


Me parece que fue por esa misma época cuando veíamos con frecuencia a Blaise Cendrars. Sentíamos gran simpatía por él. Era un hombre muy de su época y de ninguna otra, que vivía todo él en el “profundo hoy”, un lírico de las máquinas. Traía consigo un ambiente de película de aventuras, pues hablaba poco y tenía buen porte. Sabemos que perdió el brazo derecho en la guerra (como suizo que era, se había alistado). Aquella tara, lejos de mermarle, acrecentaba su estilo heroico; su torpeza tenía cierta gracia. Se contaba una bonita anécdota sobre él: al volver de la guerra sin un chavo, llevó un poema al Mercure y se lo aceptaron. Cuando fue a pedir que le dieran un pequeño adelanto, le respondieron que en el Mercure nunca se pagaba por los poemas. Bueno, respondió, pues entonces pónganlo ustedes en prosa y denme unas monedas.

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Es realmente indispensable que una casa consagrada a los libros esté fundada y dirigida con conciencia por alguien que conjugue la mayor de las erudiciones con el amor por la novedad, y que, sin caer en esnobismos, esté preparado para potenciar las verdades y las fórmulas nuevas.

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Me encamino a la muerte sin miedo, sabiendo que aquí me encontré una madre al nacer y que me encontraré una madre en la otra vida.


[Traducción de Julia Osuna]