viernes, junio 03, 2011

El demonio, de Hubert Selby Jr.



Cada libro de Hubert Selby es un manual perfecto sobre la escritura. Selby maneja el ritmo como pocos: cuando la narración lo requiere nos golpea con sentencias breves, con frases de entre una y tres palabras; y entonces cambia de velocidad y nos envuelve con largas oraciones de una página o una página y media. En el mismo párrafo es capaz de mezclar la voz en tercera persona del narrador, el pensamiento del protagonista y los diálogos de varios personajes… y el lector no se pierde. Y no sólo eso: la prosa de Selby contiene la fuerza del uppercut de un boxeador. Para demostrarlo ahí están Última salida para Brooklyn, Réquiem por un sueño, La habitación y, ahora, por fin, El demonio (Huacanamo). Sus personajes, además, suelen bordear el filo del abismo. Y, generalmente, terminan cayendo en él.

La novela empieza casi como esos best-sellers en torno a hombres prósperos y familiares, esos tipos americanos que se compran una casita en los suburbios y juegan al béisbol amateur con los amigos. Pero Selby no tarda en sacar de su chistera las atrocidades. Harry White es un joven seductor. Está obsesionado con las mujeres, con el sexo, con ligarse a todas las hembras que se cruzan en su camino. Cuando se casa y tiene hijos, descubre que esa obsesión le martiriza. Siente necesidad de ser infiel aunque no quiera serlo. Y esa obsesión acaba derivando en otras obsesiones, en otros pecados distintos del sexo… Cualquier cosa con tal de aplacar esa náusea interior que preside su vida. Como si un demonio se le hubiera metido dentro y le impidiera respirar. El demonio de las tentaciones. Ésta es la cita inicial: Un hombre obsesionado es un hombre poseído por un demonio.

La degradación mental de Harry White en El demonio recuerda un poco a los procesos de locura de Travis Bickle en Taxi Driver. Yo he encontrado ciertos paralelismos en las últimas páginas. Y hasta ahí puedo leer. Un extracto de la deriva mental de Harry, en párrafos de prosa visceral servida por Selby:

Y entonces el trayecto de vuelta a casa… y venga y zaca y pumba y la hostia puta, joder, y erre (me cagüen to) que erre y dale que dale y esa tos, la madre que me parió… Sí, eso es, mastícalo bien, pedazo hijoputa. Paséate el gargajo por toda la boca, pedazo de… ajjj, qué animal. Pero al menos ya he terminado por hoy y no tengo que escuchar las gilipolleces de la oficina ni a esas aturdidas hembras cotorreando sobre lo bien que se lo pasaron el viernes, que si el sitio era precioso, que si imagínate: hubo un tiempo en que el dueño de todo era un solo hombre, ¿y verdad que la comida estuvo fenomenal? y bla, bla, bla…
………………………..Me lo paso por el forro los cojones. Esta noche me voy al cine con los amigos o algo. Mañana será otro día… ¡o eso espero! La gente no estará tan alterada por la cena de empresa y seré capaz de volver a coger el ritmo –gracias a Dios que el hijoputa de los golpecitos se ha bajado ya, debería estar prohibido que esos cabrones viajen en metro– y de intentar pensar en algo para el nuevo caso, el Langendorff, y entonces veremos qué es lo que el viejo Wentworth tiene que decir… Sí… Será algo más que una nochecita en la ciudad… 


[Traducción de Juan Miguel López Merino]