Ayer cumplí diecinueve años. Hace tres que abandoné el pueblo.
Siempre supe que mis padres eran un mundo cerrado donde no cabía nadie, ni siquiera yo. Se vertían el uno en el otro por completo, como dos vasijas abocadas; se dedicaban todas sus miradas y todos sus silencios y era inimaginable la existencia del uno separado del otro. Y todavía es así. Intento imaginar a mi padre y no puedo. Intento recordar a mi madre y no la veo. No es posible, no existen a solas: siempre los dos, juntos, como tallados en un mismo bloque.
Teníamos los únicos comercios del pueblo, en la planta baja de la casa, cada uno con su entrada independiente. Mi madre atendía a las mujeres en la tienda, tras el mostrador y la enorme báscula, y mi padre la cantina, con su telón de botellas y cajas de tabaco y los periódicos atrasados sobre la barra.
[Del relato “Hijos de Dios”]