Son grandes las salas del Café Einstein de la Kurfürstenstrasse, frondosas las ramas de los árboles que se ven a través de la ventana, se recomienda probar el Apfelstrudel. Los camareros mantienen una sutil renovación de la lucha de clases. Parecen oficiales a bordo de un barco en el que los clientes solo son pasajeros a los que hay que atender, pero que desconocen una ciencia interna y antigua, un secreto gremial que les está vedado. En una de las mesas, dos hombres conversan animadamente en voz baja. Uno de ellos tiene el pelo revuelto un poco a lo Einstein, quizá en homenaje al prestigio del local; el otro es calvo y robusto y viste una camisa color crema. A Einstein disfrazado de Robin Hood, como aparece en un verso de “Desolation Row”, le gustaría subirse a un árbol y observarnos. Ya en la calle, una sucesión de chicas con minifalda y botas de tacón alto tiene su propio concepto de la relatividad, ocupan la acera convenientemente distanciadas unas de otras. Los coches avanzan despacio, algunos conductores las miran. En la Kurfürstenstrasse, los electores buscan princesas con poderes temporales. El trato pasa inadvertido, en una extraña práctica de privacidad al aire libre. He was famous long ago for playing the electric violin in Desolation Row. En realidad Einstein era un buen violinista, y durante su estancia en Madrid dio un concierto en el salón de unos marqueses que habían ofrecido un té en su honor. Tenía también otras destrezas. Hablé durante un buen rato con Albert Einstein, escribe el conde Harry Kessler el 18 de diciembre de 1924. Ambos habían sido invitados a un banquete en el que se sentían fuera de sitio. Kessler le preguntó a Einstein en qué estaba trabajando, Einstein respondió que se dedicaba a pensar.
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