jueves, diciembre 23, 2010

La madre

Ya no podré escribir jamás sin estar torturado por la pena y el recuerdo. Me pregunto, una y otra vez, cómo se sale adelante cuando la pérdida es más grande que el propio universo y uno ha dejado de creer en dioses que le consuelen. Y sólo veo una respuesta: con amor y memoria. Con el amor de los vivos y la memoria de los muertos. Hace poco más de un año, caminando por aceras mojadas por la lluvia de Praga, durante un viaje de placer convertido en vía crucis de dolor espiritual, busqué respuestas a la vida y a la muerte y las encontré en Franz Kafka: K. había fallecido muchos años atrás, pero estaba más vivo ahora que antes. Estaba vivo en las calles, en los museos, en los libros. Para mí la inmortalidad supone no caer en el olvido, que siempre haya alguien que te recuerde. Que honre tu memoria. El pasado octubre, buscando la tumba de Thomas Bernhard en el cementerio de un pueblecito a las afueras de Viena, la tumba que el propio B. no quiso que llevara nombre para que nadie supiera dónde reposaban sus restos, pero a la que añadieron a posteriori una placa con su identidad, me cercioré de nuevo: a pesar de la insistencia del propio autor en desaparecer, no dejamos que su nombre se diluya en el olvido. Y eso es ser inmortal.
La vida me enseña a diario sus lecciones. Me demuestra mis continuos errores, me despeja la maleza para que sepa cuáles son los caminos correctos. La última lección que he recibido es una de las más duras que un hijo puede aprender: no hagas planes para el futuro, no planifiques tu agenda para mañana porque tal vez no haya mañana para ti o para uno de los tuyos. Esta verdad no guarda relación con los proyectos sobre viajes, matrimonios, reuniones y demás eventos y compromisos, sino únicamente con las palabras. Si tienes que decirle algo importante a un ser querido, no esperes a mañana: porque tal vez sea tarde. Díselo hoy. No esperes. Repaso mi obra literaria y periodística y compruebo que está repleta de huellas de aquella que me dio la vida. En mi obra en marcha, yo había planificado para el futuro numerosas señales de gratitud, de cariño, de respeto, de admiración por ella. De amor: unas palabras en un epílogo, otras en los agradecimientos de una novela, un relato en una antología, poemas en otra obra a medio escribir, y, además, un libro consagrado a su figura y a esa búsqueda relacionada con los rastros de Kafka y Bernhard. Y yo pensaba entonces: se emocionará cuando lea esto. Se va a sentir orgullosa y querida. Y luego la vida me reventó por dentro: da igual lo que planifiques, muchacho, pues las cartas están marcadas y el destino está escrito. No he podido correr más, pero juro que lo intenté.
Por eso, mientras escribo este artículo con palabras borrosas por el llanto, trato de resumir aquí lo que saldrá ampliado en esos libros en marcha: porque, nunca se sabe, tal vez para entonces sea tarde. Quiero decir: hoy estoy aquí, mañana no lo sabemos. Seguiré construyendo mi obra, palabra a palabra, verso a verso, lágrima a lágrima, alrededor de su nombre, como he hecho siempre: alrededor de una rosa que heredó la piedad infinita de su madre y el carácter rebelde de su padre, que no tuvo enemigos y dejó surco en las personas (así lo dijo uno de mis familiares), que me enseñó lo que es el respeto y la educación, que me hizo valorar el arte, que necesitaba que dijera que la quería y, sí, se lo dije por fin en su lecho de muerte, que deja atrás tres hijos que la amaron y la sostuvieron. Mujer, artista, ejemplo de humanidad. Pero, sobre todo, Madre: Ana María Franco, te busco y ya no te encuentro. Hasta siempre, mamá.


El Adelanto de Zamora / El Norte de Castilla