lunes, noviembre 08, 2010

Dog Soldiers, de Robert Stone


Dog Soldiers comienza en Saigón y luego traslada la acción a los Estados Unidos, donde entre baretos, moteles y paisajes áridos un hombre y una mujer huyen con varios kilos de heroína traída de Vietnam. John Converse es un periodista en zona de guerra. Con él y su cargamento de droga empieza la novela para, en torno a la página 90, transferirle el protagonismo a Ray Hicks, un ex soldado con alma de samurai americano que acaba huyendo por EE.UU. junto a la mujer de Converse. Extraordinarios personajes, por cierto. En esa huida el lector conoce una Norteamérica profundamente afectada por “una edad oscura”, por un futuro que se prevé apocalíptico tras los combates en Vietnam. América ha vuelto a perder su inocencia y entre sus calles y sus desiertos anidan la locura, la droga y la violencia. Al igual que en Acorralado, los veteranos que regresan no son bienvenidos. En un pasaje del libro, Converse dice que algunas personas hacen cosas sin saber por qué las hacen y ese es el objetivo (absurdo) que los soldados defendieron en Vietnam. En algunos momentos esa mochila con heroína se convierte en una metáfora del mal (y de la guerra que se libró en Vietnam), en una pesada carga para quien la lleva, como Frodo y Sam cuando trasladaban el anillo a Mordor, una carga que unos cuantos codician y que sólo acarrea dolor y problemas.

Resulta increíble que se haya tardado tanto tiempo en publicar en España este libro de Robert Stone, un autor venerado por Don DeLillo, Jonathan Lethem, James Ellroy, Michael Herr, Tobias Wolff, Ken Kesey, John Banville, Wallace Stegner o Rodrigo Fresán (autor del extenso e ilustrador y competente prólogo). Lo ha editado Libros del Silencio y es como un regalo absoluto para el lector, y te encantará si te gustan las películas de los Coen y de Peckinpah. Leamos un trozo:

Al final, para un hombre como es debido, para un samuráis, no hay demasiadas cosas que merezca la pena desear. Pero hay algunas. Y al final, si un hombre como es debido aún necesita una ilusión, elige la más valiosa y se compromete con ella. Esa ilusión podía consistir en esperar el día en que una mujer estuviera en sus manos. En estar con ella y estremecerse en el mismo momento.
Si dejo esto, pensó, seré viejo: no quedarán más que fantasmas, resacas y dulces recuerdos. A la mierda, pensó, haz lo que sientas. Ésta es la ola. Ésta es la ola que debo montar hasta que se estrelle.
Contempló la circulación de la tarde, en dirección al sur.
¡Da igual, vete!
Pensarlo le hizo sonreír. Buen zen. Pero el zen era para los viejos.


[Traducción de Mariano Antolín e Inga Pellisa]