martes, octubre 19, 2010

Submáquina, de Esther García Llovet


-¡Arranca! –gritó.
Arranqué. Metí la tercera. Pogo se arrojó al suelo del asiento trasero y avancé marcha atrás por el descampado.
-¡Apaga los faros!
Los apagué. Los fuegos estallaban a nuestro paso con un resplandor submarino. Pogo olía extraño, como a quemado, a carne quemada, y se revolvía en el suelo con cada bache hasta que salimos a la carretera y empezó a gemir como un perro. Miré atrás un par de veces. Tenía el pelo tieso por la sangre seca y las manos sobre el asiento. Le habían arrancado las uñas de la mano derecha.
-¿Dónde estamos?
-En la 307. Dirección sur –contesté.
-Para. Échate a un lado y para donde puedas.
Salí de la carretera y aparqué entre unos matorrales. Pogo acercó de repente su cara pálida a la mía como si no pudiera verme y luego la apartó. Tenía los ojos casi blancos de los ciegos.