Como los artículos debo enviarlos con unos días de antelación, y, dadas las circunstancias, estoy dentro de un tren que cubre la ruta entre Viena y Munich, he decidido escribir este artículo mientras, desde la ventana, veo un paisaje verde algo difuminado por la niebla matutina. Por tanto, a la hora de escribir estas líneas, que serán publicadas cuando yo esté ya de regreso en España, me encuentro viajando en un tren, que es sin ninguna duda el transporte que prefiero. En cada ciudad, siempre que sea posible y me acuerde, trato de buscar algunas huellas de los escritores que las habitaron. Por eso, para mí, Salzburgo y Viena han sido los lugares en los que buscar rastros del gran Stefan Zweig y del no menos grande (y uno de mis autores predilectos) Thomas Bernhard. Entré en Viena leyendo una de las obras de éste último, “Sí”, y he terminado su lectura una hora después de salir de allí, justo antes de sacar el ordenador portátil de la maleta para escribir este texto.
En Salzburgo, excepcional ciudad en la que Stefan Zweig vivió durante dos décadas, mientras dábamos un paseo por el Monte Kapuzinerberg, encontramos una placa y una estatua de dudoso gusto dedicada al escritor, sobre una diminuta parcela de césped anexa al Monasterio de los Capuchinos. El busto se parece mucho a Zweig, pero está sostenido por una larga y negra columna que, vista desde lejos, recuerda a esos expendedores de caramelos “Pez” que aún se venden en las tiendas de gominolas. Por si no fuese suficiente, junto a la mejilla izquierda del busto han pegado una mano sin brazo, una reproducción de su mano apoyada en la cara, y la distancia lo convierte en un pegote, como si le hubieran añadido el auricular negro de un teléfono de mediados del siglo anterior. Un poco más abajo de este jardín vimos la puerta de una propiedad privada (no se aclara quién vive allí), con una valla que la delimitaba entre bosques frondosos, y me llamó la atención el buzón de correos copiado de los buzones de los suburbios de Estados Unidos, con el banderín a un lado y las palabras “U.S. Mail” inscritas en su boca. Le hice una foto y sólo después, ya lejos y consultando una guía, supe que esa había sido precisamente la propiedad que habitara Zweig con su familia. También vi una placa, en Viena, que indicaba el lugar en que nació.
En Salzburgo dimos también con una casa museo que promete más de lo que ofrece tras exigir cuatro euros por persona: esas típicas vitrinas cuyos cristales protegen los documentos exhibidos, a saber, cartas manuscritas, ediciones antiguas de sus obras, algunas fotografías… También incluye cronología de hechos, una foto de Zweig enorme y enmarcada, una máquina de escribir que (supusimos) había pertenecido al escritor, y varios anaqueles protegidos donde se pueden vislumbrar los lomos de las ediciones en otras lenguas de sus novelas y de sus ensayos y de sus biografías: estaban, por supuesto, las ediciones españolas de sus libros, lujosamente publicados por El Acantilado. Todas estas casas museo son ciertamente raras y un poco sobrecogedoras: en ellas, como en las dedicadas a Mozart, predominan el silencio y la frialdad, y los suelos de algunas suelen crujir cuando uno pasea por sus dependencias. Esas son las huellas que he encontrado de Zweig en Salzburgo, ciudad que, por cierto y ya que estamos, es un lugar que, de noche y mientras paseábamos por las riberas del río, me recordó de inmediato a mi ciudad natal: es uno de esos sitios apacibles y de vistas majestuosas en los que la gente se retira temprano de las calles en invierno.
El Adelanto de Zamora / El Norte de Castilla
En Salzburgo, excepcional ciudad en la que Stefan Zweig vivió durante dos décadas, mientras dábamos un paseo por el Monte Kapuzinerberg, encontramos una placa y una estatua de dudoso gusto dedicada al escritor, sobre una diminuta parcela de césped anexa al Monasterio de los Capuchinos. El busto se parece mucho a Zweig, pero está sostenido por una larga y negra columna que, vista desde lejos, recuerda a esos expendedores de caramelos “Pez” que aún se venden en las tiendas de gominolas. Por si no fuese suficiente, junto a la mejilla izquierda del busto han pegado una mano sin brazo, una reproducción de su mano apoyada en la cara, y la distancia lo convierte en un pegote, como si le hubieran añadido el auricular negro de un teléfono de mediados del siglo anterior. Un poco más abajo de este jardín vimos la puerta de una propiedad privada (no se aclara quién vive allí), con una valla que la delimitaba entre bosques frondosos, y me llamó la atención el buzón de correos copiado de los buzones de los suburbios de Estados Unidos, con el banderín a un lado y las palabras “U.S. Mail” inscritas en su boca. Le hice una foto y sólo después, ya lejos y consultando una guía, supe que esa había sido precisamente la propiedad que habitara Zweig con su familia. También vi una placa, en Viena, que indicaba el lugar en que nació.
En Salzburgo dimos también con una casa museo que promete más de lo que ofrece tras exigir cuatro euros por persona: esas típicas vitrinas cuyos cristales protegen los documentos exhibidos, a saber, cartas manuscritas, ediciones antiguas de sus obras, algunas fotografías… También incluye cronología de hechos, una foto de Zweig enorme y enmarcada, una máquina de escribir que (supusimos) había pertenecido al escritor, y varios anaqueles protegidos donde se pueden vislumbrar los lomos de las ediciones en otras lenguas de sus novelas y de sus ensayos y de sus biografías: estaban, por supuesto, las ediciones españolas de sus libros, lujosamente publicados por El Acantilado. Todas estas casas museo son ciertamente raras y un poco sobrecogedoras: en ellas, como en las dedicadas a Mozart, predominan el silencio y la frialdad, y los suelos de algunas suelen crujir cuando uno pasea por sus dependencias. Esas son las huellas que he encontrado de Zweig en Salzburgo, ciudad que, por cierto y ya que estamos, es un lugar que, de noche y mientras paseábamos por las riberas del río, me recordó de inmediato a mi ciudad natal: es uno de esos sitios apacibles y de vistas majestuosas en los que la gente se retira temprano de las calles en invierno.
El Adelanto de Zamora / El Norte de Castilla