Esta película gira alrededor de una barriga. Del vientre de una embarazada (Isabelle Carré, la protagonista, lo estuvo de verdad durante el rodaje y aceptó el reto que le propuso el director). La cámara se recrea en su redondez, en su atractivo, en su perfección. La historia orbita alrededor de ese eje junto al que se mueven los personajes desde el momento en que, de una pareja yonqui, sobrevive la chica y fallece el novio tras inyectarse heroína adulterada. Ella recibe tres noticias en el hospital: ha sobrevivido a pesar de meterse lo mismo en vena, su pareja ha muerto y está encinta. Y de ese nexo (el bebé en camino) nace el calor de los personajes, lo que creemos que piensan y sienten y cómo se relacionan entre sí.
Ozon nos habla de una mujer sola y embarazada, necesitada de sexo y de cariño. Una mujer a la que visita el hermano homosexual de su novio muerto en una casa a las afueras de un pueblo del país vasco francés, lo que ella considera como “mi refugio”. Pero para el espectador, o al menos para mí, ese refugio también es el hijo que aún no ha nacido, el refugio donde se gestan las huellas del padre, del hombre que murió, el bebé en el que se perpetuarán los rasgos de sus progenitores.
El director plantea su película mediante un control casi férreo de las emociones de los personajes y mediante una serie de elipsis que, en vez de robarle sustancia al filme, lo hacen más misterioso. Isabelle Carré hace un gran papel y vuelve a demostrar la belleza de las mujeres encintas, su carnalidad y ese rostro luminoso que se les pone. El resultado final no es tan redondo como cabía esperar, pero merece la pena verla. Me apunté la frase que dicen al principio, durante el funeral del novio: “De ti quedará lo que sembraste”.