miércoles, abril 07, 2010

Thomas Bernhard. Un encuentro. Conversaciones con Krista Fleischmann



Y una región o un personaje, ¿no han desempeñado nunca un papel en sus libros?
Siempre el más importante. Porque todo libro está –¿cómo se dice de esa forma tan bonita?– instalado en un paisaje. Y yo no escribo para zoquetes a los que haya que servir todo en bandeja: «Ahí crece la hierba, ahí hay un naranjo con naranjas, y las naranjas son al principio verdes, luego se vuelven amarillas y por fin se vuelven naranjas». Siempre he tenido la impresión, cuando escribo, de que estoy en un lugar que todo el mundo sabe dónde está, y me ahorro el resto. De esa forma dejo a la gente libertad de movimientos. Pero la gente que lo escribe todo, por ejemplo: «Se dirigen a la puerta, y encuentran al doctor Talycual, que lleva una cartera de documentos de Pierre Cardin, y en la cartera hay siete documentos de la empresa la que sea, y él lleva además un sombrero con una cinta negra, atada atrás en un lazo». Todo eso carece de interés, pero en eso consiste la mayor parte de lo que se escribe. Porque la gente no es capaz de pensar en grandes acciones y grandes pasos, sino sólo de dar pasitos minúsculos y consecuentes de pequeño burgués. Es horrible. Describir la naturaleza es de todas formas absurdo, porque todo el mundo la conoce. Es idiota. Cuando se ha ido una vez al campo o a un jardín, se sabe lo que pasa allí, no hace falta describirlo. Interesante es lo que se desarrolla luego en la naturaleza o en el jardín. Si se escribe: «Estoy en una gran ciudad», todo el mundo sabe qué es. No hay que remontarse a Adán y Eva, «hay coches, y más gente que en el campo, y se echa gasolina para que escape otra vez por atrás, y poder andar». Todo superfluo. Basta con decir: «subió al coche, fue a la conferencia, derribaron al gobierno y aquello fue el fin del mundo». Se acabó. Todo lo que pasa en medio carece de interés. Hay que saber omitir, se ha dicho. Pero ahora está de moda otra vez mencionar cada florecita. Antes de que alguien salga por la puerta de la casa y llegue a la puerta del jardín han pasado ya sesenta páginas. Antieconómico además. Y una y otra vez la gente se da la vuelta porque el autor carece de imaginación y no sabe cómo continuar. «Y él se dio la vuelta otra vez y miró al tercer piso, pero Johanna seguía sin abrir la ventana. Entonces volvió a mirar aquel guijarro, que le recordó el Veranilllo de San Martín de Stifter» –otra vez diez páginas–, «luego apretó el puño en el bolsillo izquierdo del pantalón» –es importante escribir que se trata del bolsillo izquierdo– «y pensó: “Anna me pagará el haber echado a perder mi vida”», o como se llame ella. Ésos son los libros y las novelas de hoy.


¿Y qué propone usted a cambio, si se puede describir?
Omitir por completo las cosas que todo el mundo sabe. Sólo estorban, carecen de interés. Los procesos interiores, que nadie ve, son lo único interesante en la literatura en general. Todo lo exterior se conoce. Lo que nadie ve es lo que tiene sentido escribir.


[Traducción de Miguel Sáenz]