martes, enero 19, 2010

Habrá una vez un hombre libre, de Ignacio Escuín Borao


VII

Un pasillo de esos que parecen no tener fin,
de luz pálida y blancas paredes,
con el peculiar aroma de los hospitales
y el repiqueteo de los monitores que marcan
el pulso, la frecuencia de respiración y el resto
de signos vitales.

La espera en esta ocasión no hace otra cosa
que hacer mayor el pasillo, más blanco
incluso, más rítmico el repiqueteo tal vez.

Por ahí desfilan enfermeras, sanitarios
y doctores que me saludan con una leve
inclinación de cabeza, como si intuyeran
que no voy a estar allí por mucho tiempo
o quizá sólo sea que no se atreven a decir nada
que pueda alterar mi espera.

Al fondo del pasillo unas enfermeras corren
y se avisan las unas a las otras, mujer
de cuarenta y nueve años entiendo
desde la distancia.

El corazón, ese músculo frágil que marca
el pulso, deja de latir en cualquier momento
y prácticamente por cualquier causa
si no se cuida con esmero. Tengo dolor
de corazón aunque intuyo que el mío no se va
a detener hoy.