Junto al nuevo “check-point” había una pequeña “carindería”, en la cual unos cuantos militares, algunos de ellos evidentemente borrachos, mataban las horas bebiendo cerveza y espantando los miles de moscas que revoloteaban alrededor de las cazuelas. “Casa Mosca”, bautizamos aquel lugar, sin saber todavía que allá comeríamos más de un plato de arroz. Algunos de aquellos tipos se sumaron al grupo y todos juntos comenzamos a subir en dirección a la montaña. Resultaba dificultoso caminar, los pies se hundían en un barrizal impreciso, en el que afloraban bolsas de plástico destripadas, neumáticos rajados…; un barrizal que despedía un olor que era ya como una presencia física, casi como si uno de los tipos que nos saludaban te hundieran su gancho en la barriga y revolviera un poco. Por fin llegamos hasta la cima. Por un momento me quedé pasmado. Nunca había visto nada parecido. Entre pilas de inmundicia, que los camiones iban descargando sin tregua, cientos de personas desgarraban con sus ganchos las bolsas de basura, seleccionando el papel, el cartón, las latas…
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