sábado, octubre 18, 2008

Alquiler por horas

Vi un reportaje en televisión en el que los periodistas desvelaban cómo algunas personas, para ganar más dinero, alquilan su sofá o alguna habitación de la casa, en Madrid. En concreto, salía un tipo que alquilaba el cuarto del niño del piso. Por horas. Los inquilinos podían habitarlo en los ratos en los que el chaval no estuviera en casa. También se arriendan camas en cuartos compartidos con desconocidos y con las literas separadas por una cortina. Salió en Telecinco. Contaban que esto ocurre en el centro de Madrid, por Tirso y por ahí.
Esto no me sorprende en absoluto. No me cansaré de relatar un antiguo caso que se daba en Salamanca, hace unos cuantos años. No hablo de oídas porque yo habitaba como estudiante el piso en el que esto ocurría y pude verlo durante casi un año, es decir, un curso, el tiempo en que estuve en ese edificio. El dueño también regentaba una pensión. Cuando la pensión se le llenaba y quería ganar más pasta, les daba la dirección de nuestro piso. Dudo que lo hiciera para dárselas de buen samaritano y no dejar a la gente tirada en la calle: no tenía pinta de eso. La casa en la que estábamos era grande, allí vivíamos cuatro tipos y compartíamos gastos. El típico piso que alquilas hasta finales de junio, más o menos hasta que concluye la temporada de clases y puedes largarte a tu tierra aunque aún tengas pendientes algunos exámenes de julio. Era grande, insisto, y por ello sobraban un par de cuartos. Y en esos cuartos se alojaba la gente que no cabía en la pensión. Recuerdo a unos gemelos ingleses que eran clones de un cruce entre Clark Kent y Wally (el de “¿Dónde está Wally?”). A un joven que metió a su novia de tapadillo para pagar así la mitad de lo que deberían haber pagado al dueño. A un anciano triste cuyas apariciones por los pasillos y la cocina no distaban mucho de las comparecencias de los fantasmas de las novelas antiguas. Gente que iba y venía. Que pasaba por allí un fin de semana. O un día y una noche. O quince. O lo que fuera. El dueño les cedía una llave y un papel donde estaba anotada la dirección. Se metían en la casa y nos explicaban la historia, mientras a nosotros se nos llevaban los demonios porque, con ese sistema, los inquilinos ocasionales jamás contribuían al pago común de las facturas de la luz, del agua y del propano. No podíamos ir y decirle a un tipo: “Nos debes la luz que hayas gastado este fin de semana y no olvides pagarnos las dos duchas que te diste y los lavados de dientes”. No es fácil calcularlo ni es fácil pedírselo a alguien. Pero, a la bobada, y sumando ocupantes de paso, nosotros cuatro pringamos más pasta de lo normal.
En el reportaje, que estuvo muy bien, por otra parte, aludían a la crisis como motivo. Que la gente alquilaba la cama o el sofá o el cuarto del chaval por la crisis. Y a mí esto no me parece cierto del todo. El ejemplo anterior, aunque no es tan drástico, sirve para revelarnos que siempre ha habido buscavidas, tacaños, pícaros y jetas. No digo que un tipo sea un jeta por alquilar su sofá para que otro pase la noche a cubierto. Con jeta me refiero al dueño de aquel piso que tuvimos. Y a los que son de su estirpe. Y en aquel tiempo de estudios en Salamanca no se hablaba de crisis. Pero ya entonces había fulanos, allá y en otras ciudades, capaces de alquilarte una ratonera infecta e intentar hacerte creer que aquello era un palacio. “El piso está muy bien. Este piso es un lujo”, te decía una señora. Y tú te preguntabas exactamente a qué se refería mientras mirabas un cuarto en el que no podías estirar los brazos a ambos lados sin darte con los dedos contra la pared.