miércoles, septiembre 17, 2008

Más popular que cultural

Sí, me gusta Madrid. Pero no consigo que me guste La Noche en Blanco. Se celebró en la noche del sábado hasta desembocar en la madrugada del domingo. En la edición del año pasado salí a la calle y estuve en un concierto en la zona de Tribunal, y participé en un botellón, y diluvió durante un rato y la multitud se refugió en un portal, y ya no recuerdo qué escribí al respecto, pero seguramente hablé de mi desencanto de esa noche que se prevé mágica y termina siendo un latazo, un paseo por el agobio de las masas y por calles donde hiede a orín y a cerveza derramada porque, en el fondo, a la gente lo que le interesa no es la cultura, sino salir de fiesta y quemar la madrugada. Lo del programa de La Noche en Blanco sirve de excusa para los chavales, como suele hacerse en Semana Santa: “Oye, mamá, que salgo con los amigos. Que vamos a La Noche en Blanco y hay muchos actos que ver”. De ahí se va al supermercado y se compran litronas y se bebe en la calle mientras las familias y los curiosos dan vueltas por ahí, a ver qué hay, a ver dónde meterse o qué observar, siempre que la entrada sea gratuita y no se aburra el personal. Súmalo todo y esa es La Noche en Blanco.
Lo único que me fascinó fue ver el Paseo de Recoletos cortado al tráfico, con la carretera llena de gente, como si fuera noche de Jueves Santo en mi ciudad. Parejas, pandillas, matrimonios, niños, bebés, ancianos. Todo el mundo en la calle. Para llegar allí tuvimos que coger el metro, y el metro en esa noche está imposible: hay retrasos y los vagones aparecen repletos de carne, de cabezas y de manos que se sujetan a la barra. En la Plaza de la Cibeles sonaba por los altavoces una performance: se oían besos. No sé si escuchar el ruido de los besos es muy cultural. ¿Usted qué opina? A mí me cuesta afrontar las performances, no estoy hecho para ellas. Tras recorrer el Paseo de Recoletos entramos en la Calle de Alcalá porque, decían, un funambulista iba a cruzar por un cable tendido entre el Instituto Cervantes y el Círculo de Bellas Artes. A quien no haya estado por allí esa noche sólo le puedo hacer entender cuánta gente había de este modo: ¿recuerdan las manifestaciones contra la guerra o contra el terrorismo que causó el once de marzo? Un océano de cabezas. Vías cortadas al tráfico y tomadas por el pueblo, que las llena de punta a punta. El paseo por las alturas estaba previsto para la una. A la una y diez ya nos habíamos aburrido porque el hombre no salía. Mientras tanto, les conté a mis amigos la hazaña de Phillipe Petit, que un día de agosto del setenta y cuatro puso un cable entre las torres gemelas del World Trade Center y cruzó haciendo equilibrios, en una travesía por los cielos que duró unos cuarenta y cinco minutos. Supe de esta historia hace un año, o así, porque Petit escribió una obra titulada “Alcanzar las nubes” y porque se ha rodado un documental y hay fotos al respecto. Pero tenía la hazaña reciente en la memoria porque la cuenta Enrique Vila-Matas en su último libro.
A la una y veinte decidimos marcharnos. Cuando intentábamos salir de ese mar de personas, por los altavoces sonó la voz de un tipo. Dijo que el funambulista no iba a cruzar porque hacía mucho viento. La gente se decepcionó. Salir de allí, metidos entre la masa, se convirtió en un paseo lento y colmado de agobios y de apretujones. Caminamos un poco por ahí. Lo dijo el zamorano Mario Crespo en su blog: esto fue “más popular que cultural”. Demasiada gente. Demasiado caos y bullicio. Peleas, litronas, orín, euforia, ambulancias y policía. Y familias. Hubo luna llena y se notó. Mucha gentuza por las calles. Fulanos con ánimo de gresca. En el aire olía, no sé si decirlo así, a peligro. Las noticias del día siguiente lo confirmaron.