lunes, septiembre 17, 2007

La boca del lobo

Algunas mañanas, en mi recorrido habitual por la prensa, me da por entrar en la edición digital de un periódico que comparte con éste en el que colaboro el nombre y el idioma: La Opinión. Pero es La Opinión de Los Ángeles. Si la publicidad es cierta, ese es “el diario en español más leído de Estados Unidos”. Algunas mañanas entro y navego un poco por sus contenidos. Leo alguna columna de opinión y los titulares que atañen a las noticias de Los Ángeles y de California. En ciertos casos, devoro la noticia completa. O algún que otro reportaje.
Meterse en ese diario, que refleja las luces y las sombras de una de las ciudades más peligrosas de Estados Unidos, por el narcotráfico, las bandas callejeras o los asesinatos, es como meterse entre las tripas de lo más sórdido de una ciudad, como introducir la cabeza en la boca del lobo y oler su aliento y ver la sangre de su última presa. No es un ejercicio muy diferente al de la lectura de los libros de James Ellroy. Aún diría más: desde que leí “Mis rincones oscuros”, la obra donde Ellroy habla de su madre asesinada y nos detalla un montón de casos de asesinatos en Los Ángeles y alrededores, muchos de ellos sin resolver, desde que la leí, digo, entro más en la edición digital de dicho periódico. Basta con leerse cuatro o cinco titulares y parece que estamos inmersos en “Crash”, no la de David Cronenberg, sino la de Paul Haggis que ganó el Oscar. Una ciudad de encuentros y encontronazos, un día a día en el que brillan las armas de fuego, se escucha el cántico de las sirenas de policía y se oyen disparos a cualquier hora.
Está lleno de historias. E, insisto, cada una más sórdida que la anterior. Y me interesa. Seguro que algunas personas de mi tierra viven allí, porque los zamoranos han emigrado a todos los rincones del mundo, y eso no lo invento yo, está prácticamente demostrado. Leyendo el diario surgen nombres que hemos oído en el cine: Inland Empire, Pomona, Sacramento o Inglewood. La semana pasada leí que la policía de algunas zonas de Inland Empire había decretado el toque de queda para los menores. Entre las diez de la noche y las cinco de la madrugada los menores sólo pueden andar por las calles si van acompañados por un adulto. Esa medida fue un intento a la desesperada de evitar la delincuencia juvenil, uno de los grandes problemas de L.A. Los jóvenes se juntan en bandas y arrasan. En los centros públicos de enseñanza, contaba hace unos días en el periódico un policía, a menudo confiscan “pistolas y cuchillos” a los estudiantes. Los estudiantes en España molestan porque van a clase con el móvil y escriben mensajes delante del profesor. En colegios de Los Ángeles entran con armas. Todas esas escenas que describen en las películas americanas son ciertas. Un estudiante declaraba que conocía a un tipo que solía llevar un arma a clase sólo porque era “cool” (que podríamos traducir como “guay”). Algunos chavales son presionados, a la salida de las escuelas, para incorporarse a bandas callejeras. Los jornaleros que se apostan en las esquinas, aguardando a que alguien los contrate, como en las novelas de Charles Bukowski, son víctimas de abusos sexuales, de acosos y proposiciones deshonestas. No se libran ni los tipos que tratan de buscarse un empleo temporal y mal pagado para subsistir. Por ejemplo: un tipo latino fue contratado para pintar las habitaciones de un piso. Cuando llegó a la casa, vio cuchillos encima de una mesa; uno de los hombres que le había encargado el trabajo le amenazó con una jeringa y ordenó que se desnudara. El jornalero logró escapar de milagro.