jueves, agosto 16, 2007

Ese tiempo ha pasado

Cuatro días en mi ciudad, sin planes especiales salvo leer durante unas cuantas horas para recuperar el tiempo perdido sin lectura, para apaciguar el mono de libros. Lo mío con los libros no es un mero hobby, no es un pasatiempo: necesito una ración diaria de letras o me derrumbo. Camino a diario por San Torcuato y me pregunto si los propietarios de los comercios no estarán de los nervios por culpa de las obras y de todo el polvo que se les debe meter por la puerta. Paso por San Torcuato en chanclas y salgo con polvo en los pantalones y en el calzado. Cuando recuerdo las calles de mi ciudad, en la distancia, casi siempre las evoco llenas de zanjas, de vallas, de obreros metidos hasta el cuello en agujeros y de ancianos contemplando el espectáculo del trabajo diario, que no es un espectáculo pero a ellos así se lo parece.
Por las noches, aquí, refresca. Por las mañanas, temprano, sucede lo mismo. Zamora es distinta, claro. Si en otras provincias la gente se achicharra viva, aquí, en cambio, tenemos que tener a mano la chaqueta de entretiempo. La gente se queja del fresco. Yo también. Aunque agradezco un poco de brisa. Pero también se quejaría (nos quejaríamos) del calor excesivo, si lo hiciera. El caso es protestar. Noto pasiva y serena a la ciudad, demasiado para ser agosto. Me figuro que el personal anda de vacaciones, o que se va a las fiestas de los pueblos o al Lago de Sanabria. El sábado por la noche no había mucha gente en los bares. Sobraba sitio hasta para bailar. No como en otras ocasiones, cuando en los garitos no cabe un alfiler. Tomando una copa, recordamos viejos tiempos: los veranos de hace diez años, o así, cuando salíamos por Los Herreros todas las noches y nos juntábamos más de treinta amigos. Ese tiempo ha pasado (como diría el nazi de “En busca del arca perdida”), y no sólo porque la gente se haya hecho mayor y asuma responsabilidades. No, la razón es más penosa: esas personas, ese grupo de amigos, colegas y conocidos que se ampliaba y ramificaba cada noche de verano, viven en otras ciudades. Emigraron. Emigramos. Los cuatro que se quedaron se aburren, o salen solos a tomar algo. En aquellos veranos nos reuníamos en El Quinti y terminábamos las noches bailando en el Cherokee. A veces celebraban sorteos y mis amigos se iban a casa con una cesta que incluía jamones, lomos, quesos, bollos y fruta fresca. No añoro esos tiempos: añoro no encontrar ya a toda esa gente, dispersa por el país, trabajando en lugares en los que una década atrás ni siquiera nos podíamos imaginar. Pero el sábado disfruto. Bares, charlas, buena música. Nunca me aburro cuando salgo de juerga en esta ciudad. Es su gran baza, no hay otra: la noche zamorana no muere, no descansa. Habrá pocas personas por ahí, pero se lo pasan en grande.
Un día se me ocurre bajar hasta el Eroski. Allí tienen un montón de películas a buenos precios, así que nos acercamos hasta la sección de dvd, andando bajo el sol de la hora de la siesta, que es el único sol que aquí molesta. Venden muchos filmes de los ochenta, de esos que en Madrid cuestan a casi treinta euros la pieza. Por ejemplo, “El club de los cinco”. A seis euros, o algo menos. Una ganga. Y otras películas que no había comprado hasta ahora porque en la capital estaban muy caras: “Los cazafantasmas”, “Napoleón Dynamite” y, sobre todo, esa cima del cine negro que se llama “Chinatown”, con un Jack Nicholson al que el propio Roman Polanski, director de la cinta, le corta una aleta de la nariz con una navaja. Encuentro otras joyas, pero el precio supera los diez euros: “Eva al desnudo”, “El apartamento”, “Marathon Man”, etcétera. Así que las dejo para otra ocasión.