Imaginemos que la literatura es un lago. Debemos atravesarlo a diario. Casi todos los escritores de este país nadan juntos, se protegen si uno corre peligro de ahogarse, se animan a llegar a la otra orilla. Yo, en cambio, nado solo. Despacio, a mi ritmo, sin salpicar. Lucho para esquivar la soledad, el fracaso y los tiburones. Pero sé que aún quedan cuatro o cinco literatos, generalmente poetas, que se zambullirían en el agua si me hundiese. Llegarían sin resuello a mi lado, con la única intención de tenderme una mano. Ellos también suelen nadar solos.
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