martes, agosto 15, 2006

Dos noches en un camping (La Opinión)

Contaba unos días atrás que no tuve otro remedio que alojarme en un camping durante un par de noches. Acampar es un ejercicio que uno soporta bien en la niñez y en la adolescencia, pero que a medida que va cumpliendo años ya no le gusta tanto, no le entusiasma esa emoción de las primeras veces y su cuerpo comienza a resentirse. A los quince años uno se ve capaz de soportar cualquier cosa: dolores de cuello, nudos en la espalda, la vigilia y el trasnoche, la incomodidad propia de dormitar entre hierbas e insectos que se cuelan en la tienda y otros males de la acampada. Todo eso de plantar la tienda y echarse a dormir escuchando los rumores de la naturaleza tiene su hálito aventurero, no lo niego, pero con los años nos volvemos más exquisitos y estamos menos dispuestos a someternos al calvario que supone introducirse en un saco y en una tienda. El camping en el que estuve es uno de los mejores que conozco, y no obstante terminé hasta el gorro. Se entenderá mejor si cuento cuatro cosas.
Primera noche. Aunque el citado camping ofrece extensiones de hierba sin agujeros en el terreno y sin ondulaciones y sin raíces de árboles que se le claven a uno en los omoplatos, no es agradable dormir sin nada mullido bajo la espalda. Así pues, compramos un colchón, lo hinchamos y lo metimos en la tienda. Estaba a salvo de los nudos y pinzamientos en la espalda. Pero no advertí que, aunque el torso esté a gusto, la cabeza necesita su almohada. Y lo peor que uno puede hacer en esos casos es precisamente lo que hice: dar forma a una toalla de baño para que pareciese una almohada. Lo cual provoca, a la mañana siguiente, unos dolores brutales de cuello y unos retortijones que no recomendaría ni a mis enemigos. En otras ocasiones he probado a dormir con la cabeza sobre ropa metida en una bolsa, sobre una mochila, sobre un macuto, sobre un cojín. Pero nada puede sustituir a la almohada. Y ahí no acaba el suplicio. Me acosté en torno a las cuatro de la madrugada, más o menos. Como no había llevado saco de dormir, creyendo que las noches no serían muy frías (y olvidando las temperaturas nocturnas de otros años), me desperté congelado. Ni siquiera la delgada manta en la que me había envuelto servía para mitigar el fresco, así que quité la toalla de debajo de mi cabeza y me tapé con ella. Sí, eso mismo significa: que el cuello me quedó peor de lo previsto. Un poco después tuve que soportar el concierto de los animales: unos perros comenzaron a ladrar, y de ahí pasaron a los aullidos, y a ellos se sumó un gallo, un gallo cantarín y tan pelmazo como cualquier otro gallo. Al amanecer el sol empezó a torturarme, y al poco pasó un camión de la basura, con su estruendo de monstruo con ruedas y boca dentada (allí limpian los contenedores por la mañana, temprano). Serían las ocho o las nueve cuando los campistas de alrededor se levantaron y se pusieron a hablar. Nunca he entendido esa costumbre: despertarse en un camping y, en vez de irse a aprovechar el día, quedarse a conversar junto a la tienda. Y el calor apretaba tanto que decidí huir de allí.
Segunda noche. Me acosté mucho más tarde, y vestido, para no helarme, y quizá por el sueño acumulado y el cansancio no oí el concierto de los animales de “Rebelión en la granja”. Pero a las diez de la mañana noté que el sol machacaba la tienda, y que dentro hacía tanto calor que resultaba imposible respirar. Para colmo, a los gaiteros alojados en las cabañas del camping les dio por tocar sus instrumentos, y no hay nada más nocivo para un tipo que se muere de sueño que oír un espectáculo de gaitas. Sueño, dolores, insectos, frío, calor, ruidos. Lo mío no es el camping.