martes, enero 10, 2006

Mendigos apaleados (La Opinión)

Y también golpeados, insultados, ridiculizados, vejados, quemados. Es lo que muchos de ellos soportan, según nos revelan algunos medios de comunicación. No sólo les toca arrostrar la miseria, el hambre, los rigores de la intemperie, el alcoholismo, la soledad, los piojos, las enfermedades, la suciedad, el dolor, la indiferencia, las caries, el suelo como colchón y el cielo como techo, sino también las humillaciones y palizas de los niñatos (y, en ocasiones, la muerte a manos de ellos, como epílogo absurdo a su existencia callejera). Hemos visto en la tele a esos niñatos: no son otra cosa, no parecen más que un montón de basura bien vestida y con móvil. Los vimos maltratando, riendo, empujando, dándole collejas a un pobre hombre que no tiene nada, rociando de líquido inflamable a una mujer que intentaba dormir en un cajero.
Los niñatos probablemente hayan visto “La naranja mecánica” de Stanley Kubrick, pero la habrán asimilado mal, no habrán entendido que la película pretendía decir en su mensaje todo lo contrario de lo que a ellos les llegó. Recordemos que el personaje de Alexander de Large, “Alex”, creado por Anthony Burgess, obsesionado con la ultraviolencia, salía a la calle junto a sus amigotes a violar chicas, a robar en las mansiones, a golpear a las bandas rivales. En una de esas salidas encontraban a un mendigo borracho en un callejón, y, tras insultarlo, lo molían a bastonazos y a puntapiés. Sin embargo, dudo que sea ésta la influencia que lleva a los niñatos a salir a dar caza a los pordioseros: al fin y al cabo, uno ha leído también ese libro y ha visto dicho filme no menos de quince o veinte veces, y jamás se le ocurrió apalizar a la gente ni moler al personal. Por otro lado, en los informativos entrevistaron a algunos de estos parados, mendigos, vagabundos. Uno, al que habían hostigado ya varias veces, insistía en que no todos los que les atacan son blanquitos pijos, jóvenes hijos de papá, sino también extranjeros, gente de piel oscura. Contaban que a menudo sospechan, durmiendo bajo harapos en un soportal, que ellos pueden ser los siguientes. De hecho, un señor dijo que lo habían intentado quemar. Se salvó gracias a la lluvia de aquella noche y a la manta en la que suele dormir arrebujado.
La han tomado con ellos. Por diversión, parece. Por odio. Porque la moda ahora es hacer cosas extrañas y grabarlas con la cámara del móvil. Porque los individuos que no tienen protección, que no gozan de un techo ni de una familia que les espere, los hombres y mujeres que una madrugada mueren congelados en un parque, son presas fáciles. Están débiles, mal alimentados, han envejecido prematuramente, no cuentan con fuerzas para defenderse, y nadie los echará de menos, salvo el tipo con quien una noche compartieron una botella de vino antes de taparse con cartones y dormir en el portal de un cajero automático. Algunas de las mujeres sin hogar o sin techo (que es como las llaman en los telediarios, tal vez imitando el término anglosajón homeless) también han sufrido violaciones o ataques sexuales. Pero no cuento nada nuevo: basta con ver las imágenes que nos han mostrado de las agresiones a la mujer quemada en un cajero o del tipo al que, delante de la grabadora de un móvil, obligan a decir “jackass” mientras le propinan collejas. Lo que a uno le gustaría es que estos agresores, con el tiempo, cayeran en la misma situación: es decir, que sus vidas quebraran (por un despido, por drogadicción o alcoholismo, por caída económica) y tuvieran que vivir en la calle y soportar el frío y las palizas. Algunas personas deberían probar su propia medicina. Aunque, entonces, nosotros nos apiadaríamos de ellas.