sábado, enero 07, 2006

Marabunta (La Opinión)

Una marabunta de compradores, o una tempestad de personas que se mueven casi al unísono, avanza a trompicones por las calles céntricas de la ciudad madrileña. Tiene uno que hacer compras por la capital y se arriesga a ir al centro, donde confluyen los mendigos, los ejecutivos, los carteristas, los trabajadores, los parados, las señoras, los juerguistas, los policías, las fulanas, los artistas callejeros, los vendedores ambulantes. Frente a los estantes de los grandes almacenes la gente pasa y pasa, mira, sopesa, toca, comenta, descoloca. El hombre que encontró esta película en dvd aquí, la deja allí, y el tipo que, una vez en la cola de la caja, repara en que no lleva suficiente dinero para pagar la pila de objetos que ha escogido, abandona un libro en la primera mesa con la que se topa. Hay un jaleo de manos que revuelven, soban, zarandean, de ojos apresurados que registran la mercancía de arriba abajo y de derecha a izquierda. Se detiene uno ante una fila de películas, o de discos, o de cuentos para niños, y los codos se le clavan, otros zapatos pisan sus zapatos, los sudores envuelven su sudor, los cuerpos chocan con otros cuerpos y no hay ningún guardián entre el centeno que nos proteja, y la marabunta casi lo cambia de lugar a uno, como a los objetos.
En la calle, entre el jaleo y el maremoto de carnes, grasas, pelos y huesos, corren de un lado a otro, pero en fila recta, los muchachos del top manta. No son, esta vez, africanos desesperados, con un ojo en el comprador y otro en la esquina por la que puede aparecer el policía, sino marroquíes con trazas de ser nuevos o de no haber coordinado bien los movimientos entre ellos, la lucha entre quedarse e irse, vender y correr, mostrar sus productos y exponer el pellejo, ese tira y afloja, ni tampoco es un top manta de películas o discos, sino, esta vez, de perfumes, perfumes seguramente falsos, una imitación barata de las marcas de lujo, muy adecuados para la cartera, que en esos días ya no puede más. Uno de los vendedores ilegales detiene el paso. No ha cerrado bien la manta (la sábana o el paño) y se le escurre entre las manos, y casi se le caen al suelo sucio las mercancías, las colonias de baratillo y los perfumes de aromas plagiados a otros perfumes, y la sujeta sobre los muslos, algo encorvado. Hay otros que han sido más precisos y han sabido tirar de las cuerdas que atan en las esquinas, para que, cuando asome la policía, sólo deban apretar las mismas y quede todo envuelto y arropado, como en uno de esos hatillos de los vagabundos de antes. Al subir de nuevo, por la calle, ve uno que se han parado, y, con una distancia de escasos metros entre un vendedor y otro, despliegan la manta (la sábana o el paño, hemos de insistir) y algunas personas se apresuran a recorrer con la mirada los frascos y cajas, y piden rápido lo que quieren, no vaya a ser que el mercader ilegal vuelva a salir de estampida junto a sus compañeros, torciendo las esquinas próximas a la velocidad del presidiario en fuga.
En uno de los edificios hay un panel que aclara en letras pequeñas lo que se vende en cada planta, y señala que allí están los cosméticos y allá el supermercado, aquí los electrodomésticos y acá los artículos para el caballero. Más abajo, descendiendo al sótano, hay aparcamientos y entrada al metro. No hace falta ni salir al exterior: compra uno la comida, los regalos, lo que sea, y baja por las escaleras mecánicas al metro. Antes de entrar y coger un tren, la gente topa con dos pordioseros, de barba boscosa y desaliñada, de gorros raídos y uñas sucias, medio adormilados y con las manos en los bolsillos. Dentro de los vagones: más y más gente. Tú no eres distinto y también cargas con bolsas. Te alegras de no ser uno de los mendigos.