miércoles, noviembre 23, 2005

Recital en el Club (La Opinión)

A dos o tres calles de distancia de casa abrieron hace poco el Club Literario, Artístico y Psiconáutico Amargord (sí, acabado en -d: una palabra inventada y hermosa, la suma de Fellini y de la hiel). En realidad la sede ya existía hace tiempo; pero en septiembre la trasladaron de lugar. Es, sin duda, un sitio extraño, curioso: una editorial, una librería, un café o bar, un club para recitales de poesía, monólogos y conciertos. Es todo eso a la vez. Una de las paredes está cubierta de estantes con libros, tarjetas, folletos, revistas. En otra, frente a la puerta y las cristaleras desde las que se ve la calle, hay una pequeña barra, y una escalera hacia lo que supongo los despachos del Club. Predominan los tonos azules y rojos. He pasado por allí algunas veces. Y siempre está Gonzalo Torrente Malvido (hijo de Gonzalo Torrente Ballester), un hombre que parece tener cien años, de melena blanca alborotada, y gafas de gruesos cristales, y andares algo erráticos. Amargord ha publicado su último libro, y también el de Javier Puebla, quien fue finalista del Premio Nadal en el año dos mil cuatro. Quince días atrás acudió Antonio Escohotado a este café, a dar una conferencia titulada “Ciencia, Conciencia y Psiquedélicos”. Lamentablemente no pude ir: un viaje me lo impidió. Me hubiera gustado escuchar a Escohotado: no he probado las drogas, pero sí he probado algunos capítulos de sus libros sobre las mismas.
La otra tarde me acerqué: programaban en Amargord un recital de poesía de Javier Lostalé. Perdonarán mi ignorancia, pero antes de ir no sabía quién era. Así que hice los deberes oportunos: Lostalé ha publicado varios libros de poesía y obtenido varios premios, y es una de las voces de Radio Nacional. Para entrar en materia voy a permitirme copiar, aquí, un fragmento de uno de sus poemas en prosa: “Todos vivimos en la frontera, a un paso de la felicidad y a otro del abandono y el desamparo. Somos unos refugiados sin territorio que estamos pendientes de que alguien nos nombre para sentirnos habitantes de algún lugar. Nos vestimos cada día sin saber cuántos grados de soledad seremos capaces de alcanzar, o si, por el contrario, nos sucederán tantas cosas que hasta nuestra chaqueta se sentirá extraña. Y al arribar la noche no sabremos dónde estamos, cuánto nos queda para llegar a la maravilla o al precipicio”. Entré cuando el recital ya había empezado. He aprendido, en la ciudad madrileña, a no ser puntual en los eventos, pues suelen comenzar media hora tarde. Pedí en la barra un botellín de cerveza y me puse a escuchar. La dicción de Lostalé es espléndida. Se nota que está cultivada en los micros y en los recitales. La pena es que yo estaba tan cansado de trasnochar y de dormir tan poco durante el fin de semana que a veces no conseguía escuchar, ni siquiera entretenerme en algún pensamiento: algunas palabras me atravesaban sin que las pudiese atrapar. Demasiado sueño es mal compañero de la poesía. Al menos para oírla. Cuando terminó el acto algunas personas hicieron preguntas, pero unos minutos después me marché: se me hacía tarde para ir a un recado.
En el entramado de calles del barrio hay múltiples propuestas artísticas: el Club Amargord, la Sala Artépolis, el Centro Cultural, la Escuela de Escritores, la Sala Triángulo, etcétera. Aunque, cuando me muevo por alguno de estos sitios siempre encuentro escaso público, al menos hay distintas ofertas, diversas posibilidades. Constato, una y otra vez, que la poesía, la literatura, el cine independiente, lo raro, son asunto de cuatro locos. Aquí o allá siempre nos citamos los mismos. Son los únicos lugares de la ciudad donde es difícil ver colas a la puerta.