jueves, febrero 27, 2025

Casas de locos, de Colin Barrett

 

Una o dos veces al mes necesito leer algo de género negro o similar, una de esas novelas duras y ásperas, con personajes al filo y muchos diálogos, y a menudo Sajalín saca algo de estas características. La primera novela de Colin Barrett, de quien ya recomendamos sus relatos por aquí, no es exactamente de género negro pero cumple las otras condiciones y es muy adecuada para la colección Al Margen.

Cuando uno la termina advierte que la trama (dos fulanos secuestran al hermano de un tipo que les debe dinero y le dan a éste unos días de plazo para saldar la deuda) es una excusa porque lo que a Barrett le interesa es la vida de estos personajes irlandeses y sus cuitas: las depresiones, las pérdidas de padres y/o madres, el consumo y la venta de droga, los trabajos temporales para ir saliendo del paso, el futuro que se discierne muy oscuro...

Y con ese recurso, y con personajes al filo de la legalidad, nos leemos esta novela que ya nos embruja en la primera página con ese grandullón solitario al que, en el colegio, los chavales solían brear pese a sus dimensiones de titán. Un tío torturado que, a mi entender, resulta el personaje más jugoso del libro. Unos extractos:

Sketch Ferdia tenía unos veinticinco años, un par más que Dev. Era un tipo apuesto, con el corte de pelo engominado de treinta euros de un futbolista de la liga inglesa y la cuidada musculatura de un fanático del gimnasio; en sus brazos grandes y tatuados había tal profusión de letras e ilustraciones que parecían las páginas de un manuscrito medieval. Tenía una engreída mandíbula recta, melancólicos ojos azules y propensión a atizar a la gente en la cabeza siempre que lo consideraba oportuno.
Gabe, en cambio, era piel y huesos. Rozaba los cuarenta pero aparentaba diez años más, con una cara como una iglesia vandalizada, alargada, angulosa y picada, y unos ojos que resplandecían en las profundidades de sus cuencas como ventanas rotas. El suyo era el rostro de un hombre que había pasado por terribles y voraces privaciones, lo que, en cierto modo, era el caso.
Durante casi una década Gabe se había chutado heroína, con la aguja y la correa y toda la parafernalia, una proeza difícil de conseguir allá en el culo del mundo porque la heroína no era una droga disponible ni popular en el oeste de Irlanda. Dev nunca probaba nada más fuerte que la cerveza, pero sabía que los gustos farmacéuticos del mayoíta medio tendían a alejarse de las sustancias que fomentaban la narcosis, la introversión y la melancolía –rasgos que los nativos ya poseían en ingentes cantidades hereditarias–  a favor de los estimulantes: anfetas, coca y speed, drogas diseñadas para acelerar el pulso y hacerte perder la cabeza.
Gabe había sido una excepción. Finalmente dejó la heroína hacía un par de años, pero solo después de marcarse una sobredosis en tres fiestas distintas en el transcurso de un solo verano, que en los tres casos acabaron en las urgencias de Castlebar.

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Unos meses antes habían aparecido por su casa como de costumbre y se habían pasado la noche sentados en el sofá de Dev, bebiéndose las cervezas de Dev y hablando por los
codos de ese cabrón engreído de Cillian English. Del hijoputa tozudo y cabezota de Cillian. Le debía dinero a Mulrooney, mucha pasta, y hacía ya demasiado tiempo de eso; estaba llegando al punto, sostenían los Ferdia, en que tendría que haber consecuencias. El hermano pequeño y la madre de English vivían en el pueblo y a lo mejor tendrían que darles un toque para demostrarle a Cillian que ellos y Mulrooney no se andaban con chiquitas. Podían pillar al hermano y retenerlo aquí, dijeron.



[Sajalín Editores. Traducción de Magdalena Palmer]