jueves, abril 21, 2022

Mi Europa, de Yuri Andrujovich & Andrzej Stasiuk

 

 

De “Revisión centroeuropea” (Yuri Andrujovich):

Recuerdo el olor a rancio que desprendían. No se trataba de nada fuera de lo común, tan sólo que el olor de un cuerpo viejo es distinto. Con los años, las personas acumulan cansancio, enfermedades, sufrimientos, y ahí es de donde proviene ese olor tan particular, síntoma de la decrepitud.

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Cada uno de nosotros desea para sí un futuro mejor. Cuando se pasa de los cuarenta, los deseos se convierten en una carga y uno deja de pensar en la propia prosperidad. De hecho, después de los cuarenta deja de tener sentido. A uno tan sólo le queda pensar en el futuro bienestar de los hijos. Esto es lo que pensaba el padre de mi bisabuelo. Los hijos; eso sí que es una buena preocupación.

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Sobrevivir entre rusos y alemanes. Ésa es sin duda la predestinación histórica de Europa Central. La consternación europea se columpia entre dos contingencias: que vienen los alemanes, que vienen los rusos. La muerte centroeuropea está ligada colectivamente a las prisiones o a los campos de concentración;
Massenmord, exterminio. El viaje centroeuropeo es siempre una huida. ¿Pero de dónde y adónde? ¿De los rusos hacia los alemanes? ¿O de los alemanes hacia los rusos? Suerte que en estos casos siempre nos queda América.

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La muerte motiva la solidaridad entre los que permanecen vivos. La visión de la muerte les acerca de forma circunstancial, ya que pasado un tiempo prudencial la vida volverá a enemistar a unos contra otros. Pero, mientras dura, rige la máxima de todos para uno, es como si la muerte nos purificase de lo prescindible.


De “Cuaderno de bitácora” (Andrzej Stasiuk):

Escribir es desgranar nombres. Pasa lo mismo cuando viajamos y los abalorios de la geografía se ensartan en el hilo de la vida. Ni de una lectura ni de un viaje volvemos más sabios. Las fronteras son como capítulos, los países como géneros literarios. La épica de las rutas, la lírica de los descansos y la negrura del asfalto iluminado de noche por los faros del automóvil recuerdan la monótona e hipnótica línea de un texto impreso que atraviesa la realidad conduciéndonos directamente a un destino imaginario.

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Selecciono el programa y me pongo a leer: Danilo Kiš, Hrabal, Joseph Roth, Dubravka Ugrešič,
Carreteros de Esterházy, Jakub Deml, Bulatovič, Ioan Groşan y el Bildungsroman de Krzystof Varga. Lo leo todo a la vez porque es de noche, por la ventana no se ve nada y no tengo ningún viaje en perspectiva. Leo una página, una y media, abandono el libro y cojo otro, porque la literatura imita tan bien la historia como la geografía, pero en este caso tiene que construirse con pedazos, retales, miradas por la ventanilla del coche, ya que por estas tierras es imposible confeccionar un relato largo e inteligible que no sea más aburrido y menos creíble que la vida y el mundo.

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He aquí lo que significa ser un centroeuropeo: vivir entre el Este, que nunca ha existido, y Occidente, que ha existido demasiado. He aquí lo que significa estar “en medio”, cuando este enmedio es de hecho la única tierra real. Sólo que esta tierra no es nada firme. Más bien recuerda a una isla o incluso a una isla flotante.

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El pie humano siempre deja huella y, por tanto, viajamos más y más lejos en busca de tierras vírgenes. A menudo me he preguntado si las miradas también marcan las cosas y los paisajes. ¿Qué le ocurre al mundo cuando se queda a solas? ¿Se desintegra más deprisa o más despacio? ¿O quizás ante nosotros su erosión se pone al acecho, enmudece y, apenas le hemos dado la espalda, reanuda la actividad interrumpida? Por eso no me atraen ni los países lejanos ni los países antiguos. Allí, mi mente se adormece por considerar que todo ya está hecho. En mi Europa sigue dándose una extraña simbiosis de caídas y crecidas, y uno nunca sabe qué le espera, cuál de las dos tendencias prevalecerá en el paisaje antes de que lo cubra el barniz de la nada.



[Acantilado. Traducciones de Iury Lech, Jerzy Sławomirski y Anna Rubió]