Hace 20 horas
viernes, marzo 29, 2019
jueves, marzo 28, 2019
Del Enebro, de Jacob Ludwig & Wilhelm Karl Grimm
Llega ya a su sexta edición este cuento clásico de los Hermanos Grimm y admito que no lo había leído hasta ahora. El relato es sorprendente, breve y brutal, y está muy lejos de esos cuentos de hadas que suelen contarse a los niños. Me extraña que alguien como Tim Burton no lo haya llevado aún al cine: podría ser una estupenda película de animación, de metraje corto y una única canción (la que repite uno de los personajes a menudo) como leitmotiv. No se puede desvelar mucho del mismo, pero podemos decir que hay un asesinato, hay canibalismo involuntario y hay pasajes que pueden asustar a los críos.
Además de la calidad del relato, debemos señalar la calidad del envoltorio, servido por los editores de Jekyll & Jill con un cuidado y una dedicación de la que unos cuantos deberían aprender: esto le hizo merecedor del Premio al Mejor Libro Editado en Aragón en 2012. El cuento viene en edición bilingüe, y el texto en alemán imita el tipo de letra antiguo, original. El prólogo, magnífico, es de Francisco Ferrer Lerín. La traducción, de Núria Molines Galarza. La introducción, no menos magnífica, de Adriana Bertorelli. Y las ilustraciones (a veces toman la forma de collages) pertenecen a Alejandra Acosta, y constituyen el complemento perfecto para el volumen: destaca siempre el rojo sobre fondos grises, negros y blancos, y resultan tan turbios como la historia de los Grimm. Es un libro para tener, para admirar, y sobre todo para regalar porque uno queda como un caballero (o como una dama). Un cuento extraordinario en una edición maravillosa, no apta para pusilánimes ni para esclavos de lo políticamente correcto.
[Jekyll & Jill. Traducción de Núria Molines Galarza]
sábado, marzo 23, 2019
B de birra, de Tom Robbins
Sobre B de birra hablo un poco en este texto que salió ayer en El Plural. Aquí se pueden leer las primeras páginas y abajo van unos fragmentos del libro:
Moester dio un buen trago de su botellín, luego se lo ofreció.
"La birra da lo mejor de sí misma cuando sale directa de un barril, pero un botellín supera a una lata. Las latas son más prácticas y han venido para quedarse, pero la temperatura fluctuante del aluminio enreda con la pureza del sabor." A las nueve mil deseosas, aunque inexpertas, papilas gustativas de Gracia la birra de botellín le supo hasta la última pizca tan asquerosa como la de lata, de manera que, tras un sorbo moderadamente optimista, le devolvió la rubia; no hay Bud que por bien no venga.
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"Cuanto mayor te haces –y eso, Gracie, es algo que está bien recordar el día de tu cumpleaños–, más difícil resulta interactuar con el Misterio. Pero los adultos siguen sedientos de esa conexión, de esa alternativa a la realidad insatisfactoria que los hombres han construido para sí mismos y en la que se sienten encerrados igual que en una mazmorra.
"De forma que recurren a todo tipo de cosas –algunas cultivadas, muchas destructivas, la mayoría infructuosas, otras puras bobadas– que les permitan acaso dar una o dos bocanadas fuera de los muros de la prisión. Hasta cierto punto, eso explica el atractivo de la birra."
"¿Los libera?"
"Bueno, les afloja durante un tiempo las ataduras del estresante mundo del trabajo y la responsabilidad."
[Underwood Editorial. Traducción de Ce Santiago]
Vidorra, de Jean-Pierre Martinet
Sobre Vidorra hablo un poco en este texto que salió ayer en El Plural. Aquí se pueden leer las primeras páginas y abajo van unos fragmentos del libro:
La calle Froidevaux era fea como una sala de espera cutre perdida en algún lugar del extrarradio, allí donde pasan tan pocos trenes que la gente sólo va para dormir, sólo para dormir, entre papelujos grasientos y restos de emparedados de jamón, o de latas de cerveza tan míseras, tan solitarias, en medio de los orines, del confeti, de los reflejos y los vómitos, y la tristeza de los perros que aguardan la muerte contra los muros embadurnados por incontables dedos mugrientos. En esta calle siempre se tenía una sensación de frío glacial, incluso en el mes de agosto. Los peatones tenían el porte de crisantemos tardíos, y noviembre se eternizaba.
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El olor acre de la orina de los perros me hacía llorar los ojos. Me acordaba a menudo de aquel cineasta japonés, Ozu, que hizo grabar esta sencilla palabra en su lápida: "Nada". También yo me paseaba con un epitafio similar, sólo que en vida. Caía en el vacío del tiempo, y nada ni nadie podía retenerme. El mundo, a mis oídos, no era más que una música fúnebre.
[Underwood Editorial. Traducción de Rubén Martín Giráldez]
jueves, marzo 21, 2019
miércoles, marzo 20, 2019
Tristram Shandy, de Laurence Sterne
Ésta es una obra mayúscula, un clásico poco leído aunque muy citado, que compré en 2006 y que ha estado criando polvo desde entonces en mi biblioteca, hasta que por fin me he decidido a leerlo. Con clara influencia de Cervantes, es un libro que rompe numerosas reglas y de ahí la mitad de su encanto. La otra mitad es, claro, la prosa: una prosa juguetona, con un vocabulario para quitarse el sombrero, repleta de travesuras con las palabras, de digresiones y de interpelaciones al lector. Y no podemos olvidar las notas: la traducción y dichas notas son de Javier Marías, y el trabajo de documentación que llevó a cabo, y el rastreo de nombres, citas, fechas y alusiones no tiene parangón en la literatura española.
El título completo del volumen es La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy, seguido de Los sermones de Mr. Yorick (como especie de apéndice final que, para mí, poco aporta al resto). El narrador cuenta su vida según se le antoja, saltando de aquí para allá, con la particularidad de que los primeros volúmenes tratan del día de su nacimiento, y sobre todo de lo que ocurre antes del momento en que nace. Tristram, como decimos, rompe las reglas: arranca páginas a su manuscrito o las deja negras o en blanco, introduce capítulos sin palabras, incluye guiones y dobles guiones como si fueran pausas de lectura, mete el prefacio en el volumen III… Al final es todo lúdico, un juego, un despliegue de burlas, pues en realidad no nos cuenta tanto de su vida, sino que el marco narrativo le sirve para ejecutar digresiones, arte en el que se puede ser un maestro (como demuestra Sterne de continuo). Son nueve volúmenes que no se supo si iban a tener continuación o no porque el autor se murió, aunque el final me parece un broche perfecto (fuera o no el elegido por Sterne).
Es una obra de cuya lectura sólo disfrutarán los verdaderos gourmets de la literatura, los que (como yo mismo) disfrutamos con Ulises, Don Quijote, La broma infinita, El ángel que nos mira… Libros en los que el argumento es lo de menos. Donde lo que importa es el placer de narrar, de retorcer las frases, de jugar con las estructuras, de volver loco al lector. Yo la he ido alternando con otras lecturas a lo largo de un mes para no fatigarme, ya que, cuando apenas hay narración, o un hilo conductor que nos guíe de A a B, uno puede llegar a cansarse. Aunque el humor socarrón que gasta Laurence Sterne logra que nos divirtamos a menudo. Dice Javier Marías al principio que uno debería saltarse las abundantes y a veces extensísimas notas si quiere lograr fluidez de lectura y falta de interrupciones, pero yo no le he hecho caso y me las he leído, y desde luego que aportan sabiduría y conocimiento. Aquí van unos fragmentos (he procurado respetar los espacios y los guiones que coloca el narrador):
Debe usted tener un poco de paciencia. He acometido la empresa, ya lo ve usted, de escribir no sólo mi vida, sino también mis opiniones, con la esperanza y el deseo de que su conocimiento de mi carácter y de la clase de mortal que soy por medio de lo uno le predispondría mejor para lo otro. A medida que prosiga usted en mi compañía, el ligero trato que ahora se está iniciando entre nosotros se convertirá en familiaridad; y ésta, a menos que uno de los dos falle, acabará en amistad.
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Este mes tengo un año más de los que tenía hace exactamente doce meses; y yendo ya, como ven ustedes, casi por la mitad del cuarto volumen, ⸺y no habiendo pasado, sin embargo, del primer día de mi vida, ⸺resulta bien patente que ahora tengo trescientos sesenta y cuatro días más de vida que contar⸺⸺que cuando empecé a escribir mi obra; de tal modo que, en lugar de haber ido avanzando en mi tarea a medida que la iba haciendo, como un escritor normal y corriente, ⸺lo que he hecho, por el contrario, ha sido retroceder: exactamente⸺(suponiendo que todos los días de mi vida hayan sido tan ajetreados como éste:⸺¿y por qué no suponerlo?,⸺y que los sucesos y opiniones de cada uno de ellos hubieren de ocupar tanto espacio como los de éste:⸺¿y por qué razón habría de abreviarlos?) el equivalente a trescientas sesenta y cuatro veces tres volúmenes y medio.⸺Y como, por otra parte, a este paso viviré 364 veces más aprisa de lo que escribo,⸺de todo ello se desprende, con el permiso de sus señorías, que cuanto más escriba más tendré que escribir,⸺y consecuentemente, que cuanto más lean sus señorías más tendrán sus señorías que leer.
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¿Qué es la vida humana? ¿No es acaso un continuo vaivén de un lado a otro?⸺⸺¿De un pesar a otro?⸺⸺¿No consiste acaso en ir clausurando dolores⸺⸺para inaugurar otros al siguiente instante?
[Alfaguara. Traducción de Javier Marías]
lunes, marzo 18, 2019
viernes, marzo 15, 2019
El Desayuno de los Campeones, de Kurt Vonnegut
A mi entender, éste es uno de los mejores libros de Kurt Vonnegut, hoy difícil de conseguir en esta edición de Anagrama (igual que muchos de sus libros: excepto Matadero Cinco y los que editaron en Malpaso, es raro encontrar rastros de su obra, salvo si optamos por las ediciones argentinas que llegan aquí, de importación, gracias a La Bestia Equilátera). Es fascinante la libertad creativa que tenían autores como Vonnegut o Richard Brautigan para construir obras tan desquiciadas y tan divertidas y salir airosos del empeño.
El Desayuno de los Campeones, que fue adaptada por Alan Rudolph en una película que nunca me llamó la atención y, por tanto, no he visto, nos plantea un argumento metaliterario, con un autor, Philboyd Studge, que va componiendo un libro en el que comparecen personajes suyos de otras obras, así como restos de historias, y por supuesto un montón de dibujos, muchos de los cuales provocan la carcajada del lector. Como un maestro de marionetas, Vonnegut mueve a Studge, y Studge pone en el tablero de la ficción al escritor de ciencia ficción Kilgore Trout y al vendedor de coches Dwayne Hoover, dos personajes que se acabarán encontrando al final. Personajes a un paso de la locura, situaciones rocambolescas y un narrador que a veces se introduce en la escena que está creando/escribiendo:
Pero hubo una temporada en que estuve realmente enfermo. Estaba allí sentado en un bar de hotel que me había inventado, mirando fijamente a través de mis desagües [gafas de espejo] a una camarera blanca que también me había inventado.
El resultado, ya digo, es una auténtica fiesta, la enésima demostración del ingenio y del sarcasmo que se gastaba el autor de Madre Noche. Sería buen momento, ahora que reeditan a grandes como Philip K. Dick, que también reeditaran a Kurt Vonnegut, J. G. Ballard y Ray Bradbury, pues muchas de sus obras sólo se cazan, con mucha suerte, en librerías de saldo. Aquí van dos apuntes que me llamaron mucho la atención:
Que otros se ocupen de ordenar el caos. Yo, en cambio, me ocuparía de introducir el caos en el orden, cosa que creo haber logrado.
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Es agotador tener que razonar en todo momento en un universo que no es razonable.
[Anagrama. Traducción de Cecilia Ceriani y Txaro Santoro]
lunes, marzo 11, 2019
Sumisión, de Michel Houellebecq
El avance de la extrema derecha, desde entonces, hizo que las cosas se pusieran un poco más interesantes al introducir en los debates el olvidado escalofrío del fascismo; no fue, empero, hasta 2017 cuando las cosas empezaron a moverse de verdad, con la segunda vuelta de las presidenciales. La prensa internacional asistió anonadada al espectáculo vergonzoso, aunque aritméticamente ineluctable, de la reelección de un presidente de izquierdas en un país cada vez más abiertamente de derechas. Durante las semanas siguientes al escrutinio se extendió por el país un ambiente extraño y opresivo. Era como una desesperación sofocante, radical, pero en la que brotaban aquí y allá destellos insurreccionales. En ese momento, fueron muchos los que optaron por el exilio.
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Estaba en la flor de la edad, ninguna enfermedad letal me amenazaba directamente, los problemas de salud que me asaltaban regularmente eran dolorosos pero a fin de cuentas menores; no sería hasta treinta años más tarde, o incluso cuarenta, cuando llegaría a esa zona oscura en la que las enfermedades se vuelven todas más o menos mortales, cuando las expectativas de vida, como se dice, se ven comprometidas casi cada vez. No tenía amigos, era cierto, pero ¿acaso alguna vez los había tenido? Y, pensándolo bien, ¿de qué servían los amigos? A partir de cierto nivel de degradación física –y eso iría mucho más rápido, en unos diez años, o probablemente menos, la degradación se haría visible y me calificarían de aún joven–, directa y realmente sólo puede tener sentido una relación de tipo conyugal (los cuerpos, de alguna manera, se mezclan; se produce, en cierta medida, un nuevo organismo; por lo menos, si creemos a Platón). Y, en el terreno de las relaciones conyugales, a todas luces no estaba muy bien situado.
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Paseé durante un cuarto de hora bajo las arcadas de viguetas metálicas, un poco sorprendido por mi propia nostalgia, sin dejar de ser consciente de que el entorno era verdaderamente feo, aquellos espantosos edificios habían sido construidos durante el peor periodo del modernismo, pero la nostalgia no es un sentimiento estético, ni siquiera está ligada al recuerdo de la felicidad, se siente nostalgia de un lugar simplemente porque uno ha vivido allí, poco importa si bien o mal, el pasado siempre es bonito, y también el futuro, sólo duele el presente y cargamos con él como un absceso de sufrimiento que nos acompaña entre dos infinitos de apacible felicidad.
[Anagrama. Traducción de Joan Riambau]
sábado, marzo 09, 2019
El coro de medianoche, de Gene Kerrigan
Ésta es la tercera novela de Gene Kerrigan que publican en Sajalín Editores, tras La furia y Delincuentes de medio pelo. Cuando uno abre una obra de este escritor y periodista irlandés le sucede como cuando lee, por ejemplo, a Elmore Leonard: todo lo que esperaba que podría ocurrir, no ocurre; Kerrigan nunca es convencional. La sorpresa es uno de los efectos de este autor, sobre todo en sus finales más bien amargos. Pero también, como decía el compañero Daniel Ruiz en Estado Crítico, en los libros de Kerrigan es fundamental el ritmo. En El coro de medianoche va alternando pasajes en los que aparecen inspectores, yonquis, detectives, mafiosos, atracadores… Ya escribí una vez que Kerrigan concede el mismo protagonismo a los policías que a los delincuentes. En sus novelas no toma partido.
El escenario de la historia es el Dublín contemporáneo, un lugar que parece idílico para el viajero e ideal para el turista, pero del que Kerrigan nos enseña la mierda que anida en capas bajo su superficie. Tenemos a un inspector que no se calló la boca en su día y que, a la manera de Frank Serpico, sufre el desprecio de sus compañeros. Tenemos a una mujer a la que encierran por amenazar a una pareja con una jeringuilla llena de sangre, y que suele darle soplos a ese inspector a cambio de favores y de ayudas en sus condenas. Tenemos a un tipo que iba a suicidarse hasta que dos polis lo convencen para que no lo haga y descubren que ha cometido algunos crímenes. Hay un chaval acusado de violación y un atracador que comete un par de errores… Y todos estos personajes, y unos cuantos más, van entrelazando sus vidas entre Dublín y Galway.
Kerrigan nos plantea, con sus personajes, un dilema moral: sobre si es más conveniente hacer lo correcto y afectar a terceros o si es mejor callarse para que todo siga su curso aunque la culpa nos reconcoma. Aquí va un fragmento:
Aquel día, cuarenta y ocho horas después del descubrimiento de los cadáveres, había que sacar el máximo rendimiento a los recursos desplegados y Mills estaba solo. Además, nada hacía pensar que pudiese pasar algo. Era como si los asesinatos formasen parte de un programa de televisión que empezaba a borrarse de la memoria de la gente. Los vecinos tenían que hacer la compra del sábado y los medios de comunicación ya le habían sacado todo el jugo a la escena del crimen. Los reporteros de la prensa diaria estaban descansando y los de las ediciones dominicales analizaban los asesinatos desde sus mesas de trabajo, tratando de mantenerse ocupados engatusando a algún contacto de la policía para obtener información de última hora, que en aquel caso era escasa.
[Sajalín Editores. Traducción de Ana Crespo]
martes, marzo 05, 2019
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