Hace 19 horas
lunes, diciembre 31, 2018
Prestigio, de Rachel Cusk
A veces, dijo, se entretenía rastreando en los rincones más profundos de la web, donde los lectores daban su opinión de los libros que compraban como si valorasen la eficacia de un detergente. Lo que había aprendido estudiando esas opiniones era que el respeto por la literatura está grabado muy dentro de la piel, y también que la gente tiende muy fácilmente al insulto.
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Invitaban a muy pocos escritores a ese programa, dijo, y estaba muy contenta de que yo estuviera entre los elegidos, porque cada vez era más difícil encontrar oportunidades para promocionar los libros. El formato era muy sencillo y la entrevista duraría unos quince minutos como máximo, porque en el último medio año habían recortado la duración del programa. No estaba exactamente claro por qué lo habían hecho, aunque daba la sensación de que todo lo relacionado con la literatura encogía cada vez más, como si el mundo de los libros estuviera gobernado por el principio de la entropía, mientras todo lo demás seguía proliferando y expandiéndose. Los periódicos dedicaban ahora a las reseñas la mitad de espacio que hacía diez años; las librerías cerraban una tras otra, y, con la llegada del libro electrónico, había agoreros que vaticinaban la irremediable desaparición del libro como entidad física. Estamos amenazados de extinción, dijo Paola, como el tigre siberiano, como si las novelas, que antes eran fieras indomables, se hubieran vuelto criaturas frágiles e indefensas. Hemos fracasado en la promoción de nuestros productos en algún punto del camino, quizá porque la gente que trabaja en el mundo literario es la misma que en secreto piensa que su interés por la literatura es una debilidad, una especie de flaqueza que los diferencia de los demás. Los editores partimos del supuesto de que los libros no interesan a nadie, mientras que los fabricantes de copos de cereales están convencidos de que el mundo necesita los copos de cereales como necesita que el sol salga por la mañana.
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Un amigo suyo decía una frase que siempre le hacía mucha gracia: la vida era la venganza de los torpes, y esta idea tan seductora –la de que fueran los ratones de biblioteca de los que todo el mundo se burlaba quienes finalmente se hacían con el poder– cobraba ciertos matices cuando se aplicaba a los escritores, que en general seguían sin resolver la cuestión del poder. Un escritor únicamente alcanzaba poder cuando alguien leía sus libros: quizá por eso había tantos escritores obsesionados con que se hicieran películas de sus novelas, para eximir a la gente de la parte ardua de la transacción.
[Libros del Asteroide. Traducción de Catalina Martínez Muñoz]
sábado, diciembre 22, 2018
Años de mayor cuantía, de Tomás Sánchez Santiago
En ocasiones, un rasguño inapreciable de la vida puede crecer por su cuenta hasta colonizarnos sin pedir permiso; solo pasado el tiempo es cuando caemos en que lo imperceptible tiene a menudo más peso y profundidad que aquello en lo que habíamos creído con supuesta convicción duradera. A esos años de mayor cuantía me refiero aquí. Años de iniciaciones. Años de formación, en los que se amasan los rasgos mayores del rostro de una generación. Años infantiles, escolares, de cercanía familiar o ya de ensayos de emancipación que se lograba a duras penas entre el miedo, la osadía o la inconsciencia.
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No ser nadie, ser un don nadie, un cualquiera, eso es, acunado en la invisibilidad es una de las ventajas de las ciudades grandes, esas que te devoran entre cientos de miles de congéneres pero te gratifican con la indiscriminación.
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Las familias no lo cuentan todo. En el saldo de palabras que nos pasan a los siguientes siempre hay un resto que no entregan. Se lo quedan ellos. El abuelo o la abuela o la madre. Tú preguntas qué fue de tal pariente, ese que ya nunca más apareció, del que hemos descubierto una carta postal enviada hace mucho desde una ciudad imprevista o una fotografía suya con esos arañazos del desdoro de los años, un pariente que cortó los hilos en un momento dado y sefiní, adiós para siempre, ahí os quedáis, familia –eso nos decimos por lo bajo que habrá dicho él–, la mujer y los hijos y la casa y los amigos…
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¿En qué momento se terminan las cosas?
¿Cuándo una enfermedad deja de ser enfermedad, cuándo el amor se reduce del todo a tierra, humo, polvo, sombra, nada, cuándo la lluvia que nos mojaba hace un momento todos los gestos se tamiza primero en pequeñas agujas frías, luego se hace arañazos de vapor y por fin desaparece –y creemos que estamos secos por fin, eso creemos pero a la mañana siguiente dejamos caer estornudos de sifón y sentimos el ronroneo de una humedad que rueda por dentro y no se va–, cuándo el dolor se despide por su cuenta del cuerpo para siempre –o no, y vuelve un día sin preguntar, igual que entró la primera vez en nosotros–, cuándo el poder se diluyó del todo y el rey no lo advirtió y quiere dar esa orden al último jardinero, que lo mira con mirada de burla y de escarnio y se da la vuelta sin ganas y le hace tragarse las palabras, esas que ya se deshacen en la boca antes de pronunciarse?
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Muy a menudo, justo cuando estamos perdidos bajo el espesor de las incertidumbres es cuando más nos urge suponer que, tomemos el camino que tomemos, hemos dado orientación y destino feliz a lo que hemos emprendido. Rueda entonces en nosotros la masa ardiendo de una fiebre que puede llevarnos al apasionamiento, al disparate, a la bestialidad. Cualquier cosa con tal de negar la evidencia de haber equivocado los pasos.
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Los nombres, siempre lo he creído así, restituyen en mucha medida la necesidad de una presencia. Por eso he escrito y he leído poesía durante toda mi vida. Los nombres contienen avisos e iluminaciones en sus sílabas. Pronunciarlos es exponerse a sus consecuencias.
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La ciudad. La ciudad era un cogollo de calles tentaculares que irradiaban desde las inmediaciones de la catedral. Deseché esa tarde de agosto acertar con eso que da en llamarse arterias urbanas. Preferí esa otra capilaridad menor y de calibre gastado: calles secundarias de traseras de almacenes con antiguos letreros despintados, ya inválidos (pero no para mí); fachadas saltadas por el tiempo; platos con bombillas muertas en lo alto de algunos chaflanes. Emprendí una descubierta por los aledaños de La Sal. Cuando regresé a dormir, ya tenía claro algo más. La ciudad tenía color y memoria, una memoria húmeda y oscurecida de despensa.
[Eolas Ediciones]
viernes, diciembre 21, 2018
No solo morir, de Ted Lewis
Pensad en un hombre como yo y el amor. Un carnicero ama. Le rebana la garganta a un animal, lo descuartiza, se lava la sangre de la piel, vuelve a casa, se va a la cama con su mujer y la hace gritar de pasión. El hombre que obligó a reconstruir Hiroshima amaba y era amado, y no me refiero necesariamente al piloto ni al soldado que abrió las compuertas para lanzar la bomba. El tipo que puso la bomba en el restaurante Abercorn sería capaz de consolar a su hijo si este volviese a casa con una rascada en la rodilla. Todo el mundo ama. Todo el mundo reflexiona, reflexiona sobre sí mismo. Y yo he reflexionado sobre por qué tuvo que ser Jean y no cualquier otra. Y como todo el mundo, podría hacer una lista de las cosas que explican mi obsesión, y al igual que la de todo el mundo, seguiría siendo una simple lista; el total, distinto al de una simple suma.
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-Después de lo que nos dijo el contable –le expliqué–, no tiene pinta de ser el escamoteo que les permitimos. Así que tenemos que pensar en las probabilidades y tomar una decisión. Más que nada por la cantidad de dinero, yo sugeriría que comenzáramos por los de arriba, por los últimos en recoger el dinero antes de traerlo aquí. En todo caso, eso es lo que opina el contable.
Mickey se quedó pensativo.
-¿De verdad cree que lo intentarían? Me refiero a Hales, Wilson, Chapman y Warren. Ganan mucha pasta. ¿Cree que arriesgarían lo que ya tienen? ¿Que se arriesgarían a lo que les puede pasar si los pillamos?
-El dinero tiene un extraño efecto en la gente, Mickey –le dije–. Un efecto corruptor. A veces hace que se comporten de una manera muy rara.
[Sajalín Editores. Traducción de Damià Alou]
miércoles, diciembre 19, 2018
martes, diciembre 18, 2018
Mr. Mercedes, de Stephen King
Voy con bastante retraso en cuanto a la lectura de obras de Stephen King, pero es que su ritmo de producción siempre rebasa el tiempo de cualquier lector normal. Como muchos ya saben, Mr. Mercedes es el inicio de una trilogía que completan Quien pierde paga y Fin de guardia, y que protagoniza un poli jubilado al que aún le quedan ganas de dar guerra. En Mr. Mercedes, el único de los tres que he leído de momento (y en los que el terror queda un poco al margen para centrarse en el thriller), un asesino irrumpe en un espacio público con un Mercedes, tratando de llevarse por delante a todos los que puede. Stephen King es único para canalizar nuestros miedos en sus novelas y en sus relatos, los miedos contemporáneos de cada generación, y aquí incide en los actos terroristas en lugares masificados, en el vehículo como arma y en el poder de internet para poner cebos y cobrarse víctimas. Me lo he pasado en grande. Y sospecho que el segundo será mejor.
[Plaza & Janés. Traducción de Carlos Milla Soler]
viernes, diciembre 14, 2018
La entreplanta, de Nicholson Baker
En El Plural salió esta semana mi texto sobre esta inmensa novela. Aquí puedes leer el prólogo y las primeras páginas. Y acá van dos fragmentos:
Los zapatos son la primera máquina adulta que nos entregan para que dominemos. Aprender a atarlos no era lo mismo que observar a un adulto cargar el lavavajillas y que te preguntara luego con voz cariñosa si te gustaría cerrar de un empujón la puerta del lavavajillas y hacer girar la rueda del programa (con su molesto sonido de matraca) hasta Lavado.
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A Boswell, al igual que a Lecky (para retomar el asunto de esta nota al pie), y a Gibbon antes que él, le encantaban las notas al pie. Ellos sabían que la cara externa de la verdad no es lisa, ni brota ni va reuniéndose de párrafo en párrafo bien formados, sino que trae incrustada una rugosa corteza protectora de citas, de comillas, de cursivas e idiomas extranjeros, todo un variorum en forma de costra repleta de "íbid." y de "cfr." y de "véase" que conforman la armadura del puro fluir de un argumento mientras este viva por un instante en la mente de uno. Eran conocedores del placer anticipatorio de percibir con visión periférica, conforme pasaban la página, el cieno gris de un ejemplo y de una salvedad adicionales esperándoles en letra diminuta al pie. (Eran conscientes, de un modo más general, de la utilidad de la letra diminuta para realzar el regocijo de leer obras de oscura erudición: la densidad tipográfica te fuerza a encorvarte igual que Robert Hooke o que Henry Gray sobre los tejemanejes y los intríngulis de la verdad). Les gustaba decidir conforme leían si se molestarían o no en consultar cierta nota al pie, y si la leerían en contexto, o la leerían antes que el texto del cual colgaban, como aperitivo. Los músculos del ojo, ellos lo sabían, buscan itinerarios verticales; el recto lateral y el medial se aturden al oscilar de acá para allá con las zetas que nos enseñan en el colegio: la nota al pie funciona como un conmutador, proporcionando esa satisfacción del coleccionista de trenes en miniatura de capturar la marcha del pensamiento con un "I" volado y de reconducirlo, a veces largo y tendido, por apeaderos abandonados, por túneles sumergidos y llenos de goteras. La digresión –un movimiento que se aleja del gradus, o la intensificación, del argumento– es a veces el único modo de ser exhaustivo, y las notas al pie son la única forma de digresión gráfica sancionada por generaciones de tipógrafos.
[La Navaja Suiza. Traducción de Ce Santiago]
martes, diciembre 11, 2018
El arte de la ficción, de David Lodge
Éste es un libro bastante célebre, al menos entre escritores, lectores de raza y editores, y yo lo tenía por casa, sin leer, desde hacía mucho tiempo. Con prólogo de Eloy Tizón, representa una utilísima muestra de la faceta ensayística de David Lodge: aunque, más que para aprender los rudimentos del oficio o el análisis riguroso de una obra, es una celebración de la lectura, un libro sobre cómo leer y cómo la intuición puede servirnos para desentrañar los códigos implícitos en cada novela. Son textos de extensión más o menos breve (con títulos ilustrativos: "El comienzo", "El suspense", "La novela epistolar", "El monólogo interior", "La prosa retórica", "El simbolismo", "La estructura narrativa", etc) en cuya apertura siempre hay uno o varios fragmentos de obras que le sirven a Lodge para mostrar ejemplos y señalar las intenciones de cada autor (Jane Austen, Thomas Hardy, Virginia Woolf, Paul Auster, Vladimir Nabokov, Jospeh Conrad, John Fowles, Donald Barthelme, John Barth…). Y esto es lo mejor: la lectura de esos extractos que nos sirven para revisar trozos de libros que ya hemos leído o para apuntarnos aquellos que no conocíamos, y el modo en que Lodge desentraña cada párrafo y nos guía por el placer de leer. Fue publicado en los 90: por eso no encontramos autores del siglo XXI.
[Ediciones Península. Traducción de Laura Freixas]
lunes, diciembre 03, 2018
Reacciones psicóticas y mierda de carburador, de Lester Bangs
No sé cuántos años llevaba esperando la traducción de este libro. Una de las primeras veces que supe de Lester Bangs (músico y crítico fallecido a los 33 años) fue gracias a la película Casi famosos, donde lo interpretaba Philip Seymour Hoffman con su solvencia habitual. También me llegaron noticias de él cuando Global Rhythm Press anunció la publicación de este mismo libro entre sus próximos proyectos. Como sabemos, Global cerró, pero su editor ha regresado con esta nueva editorial: Libros del Kultrum, y era de justicia que la obra elegida para abrir fuego fuese ésta, de largo título (Reacciones psicóticas y mierda de carburador) y no menos largo subtítulo ("Prosas reunidas de un crítico legendario: rock a la literatura y literatura al rock").
Un volumen de casi 600 páginas, exquisitamente editado, con traducción de Ignacio Julià y prólogo de Greil Marcus (en este blog somos fans absolutos de Marcus, de sus libros sobre Dylan, The Doors, el rock en 10 canciones o el punk asociado a las vanguardias). Volumen que contiene una selección de escritos de Bangs donde analiza discos, derriba mitos, cuenta experiencias, rememora entrevistas y cae en maravillosas y deliberadas contradicciones (por ejemplo, ese vinilo que detestaba hasta que lo oyó varias veces y aprendió a degustar su música). Y, sobre todo, actúa como el francotirador que se ganó dicha fama a pulso. En este sentido, a los admiradores de ciertas figuras sagradas del pop y del rock nos duele cómo se ceba en ellos, cómo a veces los machaca porque, reconozcámoslo, a los grandes de la música a menudo les pierde el ego y se convierten poco menos que en dioses que miran al mundo por encima del hombro. Dicho aspecto sacaba de quicio a Lester Bangs y por eso criticaba sus manías, sus caprichos de estrella y, especialmente, que en su nuevo disco no estuvieran a la altura del anterior.
¿Qué diferencia a Lester Bangs de esos críticos polvorientos y gruñones de la prensa y de esos cretinos que en sus blogs disparan contra todo el mundo, unos y otros creyéndose sucesores de Harold Bloom? Que Lester Bangs era un gran escritor, un tipo salvaje a su manera, con un estilo provocador y contundente que a mí en ocasiones me recuerda al de Hunter S. Thompson. Un tipo, además, con un bagaje exhaustivo sobre la música, que a menudo pasaba por ser ese fan herido, que se siente ultrajado, porque el disco que con tanto cariño se compró ya no contiene (según él) el oro que antaño desplegaba el artista en cuestión. Y lo que Bangs entregaba a cambio, en sus columnas para las revistas, era dinamita. Un extracto del libro:
Si no hay nada más venenoso que la intolerancia, no hay nada más patético que el complejo de culpa del progre. Me siento un gilipollas volviendo a contar la anécdota aquí, como si esperase algún tipo de expiación por algo que no puede enmendarse o como si este suceso pudiese ser noticia para alguien. En cierto modo Bob tenía razón; añadí otra porción de dolor en el mundo, eso era todo. Ciertamente, hay algo casi nauseabundo y egoísta en la exposición de tales confesiones en las páginas de periódicos como el Voice; es el tipo de cosa que contribuyó en primer lugar a la reacción del punk. Pero ilustra un hecho primario: cuán fácil y repentinamente te encuentras prisionero y asfixiado por la misma liberación del fingimiento, el dogma y la hipocreía que pensabas haber alcanzado, y, asimismo, que en ocasiones –¿habitualmente?– verás que no sabes dónde está la línea hasta que la tienes varios kilómetros por detrás en un campo minado.
[Libros del Kultrum. Traducción de Ignacio Julià]
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