lunes, junio 15, 2015

La ópera flotante, de John Barth


He aquí otro fabuloso libro de John Barth (que, si no me equivoco, reeditarán algún día en Sexto Piso): la historia, narrada por él mismo, de Todd Andrews, un tipo que un día decide suicidarse pero que finalmente no lo hace, y cuenta al lector las razones que lo condujeron a pensar en el suicidio y las razones que luego tuvo para elegir la vida. Es una novela postmoderna, metaliteraria, escrita con mucho humor, a medio camino entre el tono confesional y la parodia, repleta de hallazgos y de sabiduría y de pasajes para subrayar. Fue, además, el primer libro publicado por Barth.

Lo encontré hace tiempo por ahí, en alguna librería de viejo, ya saldado. Pero lo releeré cuando Sexto Piso lo rescate; sin duda. Ahí van unos extractos:

-Duermo ligero –dijo al cabo de un momento y mirando hacia la puerta de la calle–. Algunos días no cierro los ojos de un día al otro, pero no me fatigo, o supongo que estoy cansado todo el tiempo, duerma o no. Uno se siente así cuando llega a viejo; no necesita dormir porque no puede hacer nada cuando está despierto para cansarse más de lo que ya está. Un viejo oye lo que no debe y oye la mitad de lo que debería. Los he oído a usted y a esa joven hasta querer aullar si mi cabeza no hubiera estado atascada de catarros y el pecho ardiendo de bronquitis y las piernas duras de reumatismo, y me maldecía por oír y no podía dejar de hacerlo para salvarme. Me maldecía por no levantarme a cerrar la puerta, pero cuando se es tan viejo como yo, levantarse es tarea difícil y se tiene que reunir todas las fuerzas, y luego esperar todo el día para volver a la cama, pero no se puede dormir porque se sabe que tarde o temprano, esa cama a la que tanto cuesta meterse, será la última vez que la vea. ¡No hay ninguna nana que sirva para que uno se duerma, Toddy! Y cuando me levantaba e iba a la puerta, entonces podía escuchar aún más claramente y yo me decía que allí mismo había algo que ya no podría volver a hacer en esta vida.

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Indudablemente así; literalmente así. Escucha: once veces se contrajo el músculo de mi corazón mientras yo escribía las cuatro palabras de la frase anterior. Quizá seiscientas veces desde que empecé a escribir este breve capítulo. Setecientos treinta y dos millones, ciento treinta y seis mil trescientas veinte veces desde que vine a este hotel. Y no menos de mil setenta millones seiscientas treinta y seis mil ciento sesenta veces ha latido mi corazón desde un día de 1919, en Fort George G. Meade, cuando un médico militar, el capitán John Frisbee, me informó, durante el transcurso de mi examen médico para darme la baja, que cada suave latido que emitía mi enfermo corazón podía ser el último. Este hecho –que habiendo empezado esta oración, quizá no viva lo suficiente para terminarla; que habiéndome servido una copa, quizá no viva para beberla, o que puede el líquido pasar por la lengua de un hombre vivo para llegar al estómago de un muerto; que habiéndome dormido, podría no despertarme– ha sido durante treinta y cinco años la condición de mi existencia, el gran hecho de mi vida: ya lo había sido por dieciocho años, o quinientos cuarenta y nueve millones sesenta mil cuatrocientas ochenta latidos, para el 21 ó 22 de junio de 1937.

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De repente, los cambios cuantitativos se convierten en cambios cualitativos. De todo el marxismo que en un tiempo me pareció bastante atractivo, sólo queda esta sentencia en el reino de mis opiniones. El agua se enfría y enfría y enfría y de pronto es hielo. El día oscurece y oscurece y oscurece y de pronto es la noche. El hombre envejece y envejece y envejece y de repente está muerto. Las diferencias en grados conducen a diferencias en clase.


[El Aleph Editores. Traducción de Marcelo Covián]