jueves, diciembre 06, 2012

Las cataratas, de Eliot Weinberger



Leer a Eliot Weinberger es apasionante, pero requiere (por parte del lector) cierto esfuerzo. Sus ensayos son “sesudos”, su cultura y su inteligencia están fuera de toda duda y resultan sorprendentes. Quien haya leído sus estupendos libros debe leer también los textos seleccionados para Las cataratas. De su obra yo conocía 12-S: Cartas de Nueva York y Algo elemental, y tras leer el que hoy recomendamos busqué un ejemplar de Rastros kármicos, que devoraré un día de éstos. Weinberger suele servirse de la historia y de la mitología para escribir luminosos ensayos ante los que el lector siempre se asombra y aprende. Sirva de ejemplo uno de los mejores, “La tribu cámara”, en el que analiza y critica esos documentales pretendidamente antropológicos que, al final, resultan contener casi tanta ficción como en las películas. Unos extractos:

En la actualidad no hay indicios arqueológicos que demuestren la existencia de los arios, de una migración en masa, de la violenta destrucción de las ciudades del valle del Indo, del empleo extendido de carros (los cuales, en cualquier caso, no habrían podido cruzar las montañas del Hindu Kush), del sacrificio del caballo o de todo lo mencionado en el Rig Veda, cuyas descripciones geográficas ni siquiera coinciden con la India. Los hechos históricos de la invasión aria y de la composición oral de los Vedas se basan enteramente en las teorías de Max Müller de 1847 y en sus cronologías, las cuales había conciliado con la creación bíblica del mundo.

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Te miras en el espejo retrovisor, te oyes respirar, escuchas tu voz, una voz que habla, hace calor, estás vivo. Y estar vivo en las postrimerías de este siglo, un hombre de clase media en una capital de Occidente, es estar a la deriva. Te demoras, todos siempre se demoran, propulsados por el remordimiento. Dicen: “Cómo pasó el tiempo”. Quieren decir: “No sé qué le pasó al tiempo”.

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Hay una conocida tribu llamada realizadores etnográficos que se cree invisible. Sus integrantes entran en una habitación donde se acaba de celebrar una fiesta, un enfermo ha sanado o se llora a un muerto, y aunque porten extrañas máquinas en un enredo de cables, imaginan que no se los percibe; o, a lo sumo, apenas se los mira, pronto se los ignora, y después se los olvida.
Los forasteros poco saben de ellos, pues sus hogares están ocultos en las regiones ignotas del Documental. Al igual que otros documentalistas, sobreviven cazando y recolectando información. A diferencia de otros de su grupo cinematográfico, la mayoría prefiere consumirla cruda.

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El filme
[The Shaman and His Apprentice (1989), de Howard Reid] sigue a un curandero llamado José, de los yaminahuas del Perú amazónico, mientras educa e inicia a un joven discípulo, Caraca. En una escena José lleva a Caraca a su primera visita al pueblo grande más cercano. El viaje tiene un único propósito: ir a la sala cinematográfica de la localidad, donde ha de aprender una importante lección sobre la curación:
“El cine –explica José– es igual que las visiones de la gente enferma cuando se está muriendo”.

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Los aimaras del sur de los Andes creen que sólo se puede hablar de lo que se ha vivido por experiencia propia. Por lo tanto, no se puede decir “Lincoln fue asesinado” sino “He oído que Lincoln fue asesinado”.
Al contrario de casi todos, creen que el pasado está frente a nosotros y el futuro detrás de nosotros, pues el pasado se ha visto con claridad y el futuro es desconocido.



[Traducción de Aurelio Major]