lunes, octubre 29, 2012

Desde ahora te acompañaré a casa, de Kjell Askildsen




Este libro, el último que me faltaba por leer de Askildsen (me refiero a los traducidos en España), contiene once relatos. No es necesario extenderse mucho sobre ellos: quien haya leído a este autor sabrá por dónde se mueve, esos territorios ásperos en los que no faltan la crudeza y el entorno hostil. En algunos de los cuentos de este libro, sobre todo en los últimos, Kjell Askildsen describe, como pocos son capaces, las relaciones que ya están en decadencia o que han muerto. “Nada por nada”, “Pamela” y “Todo como antes” son ejemplares en este sentido. Askildsen sabe mordernos con situaciones que algunos hemos vivido en el pasado: esos amantes que no se entienden, esos desacuerdos continuos, ese momento en que ambos saben que la relación ya no da más de sí por puro agotamiento o falta de dejadez. No se pierdan estos textos. Tres fragmentos:

El viejo no se movió, parecía una estatua, como si el tiempo realmente hubiese acabado, como si su corazón se encontrara hecho pedazos en el fondo de la lechera.
Los hermanos parecían extrañamente inofensivos después de aquello. Intentaron prolongar su fácil victoria con exclamaciones burlonas, pero de nada les sirvió, la victoria se les fue de las manos, allí solo quedábamos perdedores: el viejo, los hermanos, yo, y un bosque lleno de derrotas. Se retiraron sin salvas de aplausos, con una risa que sonaba falsa entre los troncos de los árboles.
[Del relato “Una lechera de tiempo”]

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Mardon encendió un cigarrillo y dijo: En realidad no podemos evitar ser quienes somos, ¿verdad? Estamos completamente a merced de nuestro pasado, ¿no es así? Nunca hemos creado nuestro propio pasado. Somos flechas disparadas del vientre de nuestra madre, y aterrizamos en un cementerio. ¿Qué importancia tiene entonces –en el momento de aterrizar– si hemos volado bajo o alto? ¿O hasta dónde hemos volado o a cuántos hemos herido en el camino?
[Del relato “La noche de Mardon”]

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Ella dejó el libro abierto boca abajo, como él había aprendido que no se deben dejar los libros. Luego dijo:
-¿Por qué no te sientas?
-Gracias. Estoy bien de pie.
-Por favor, siéntate, Harry.
Él se sentó, se miró las manos y empezó a rascarse la uña del pulgar izquierdo.
-Tenemos que hablar –dijo ella.
Él no contestó.
-¿No podemos hablar? –dijo ella.
-Habla.
-Hablar los dos, Harry.
Él seguía rascándose la uña del pulgar.
-Me siento muy aislada, Harry. Sé lo que acordamos, pero entonces… entonces no sabía lo que era estar en casa todo el día. No me malinterpretes, no tengo nada en contra de lo que hago, pero no es suficiente… estoy en casa todo el día, y me siento…, así que esta mañana he solicitado un trabajo y me han aceptado, he dicho que puedo empezar el día uno.
Se hizo una larga pausa, luego él dijo:
-¿Ah, sí?
-Creo que tengo que aceptar ese trabajo, Harry.
-¿Ah, sí? En ese caso no tengo nada que decir al respecto, ¿no?
-No entiendes nada. Tú también te alegrarás.
-Ahora resulta que no sé lo que me conviene, ¿es eso lo que quieres decir?
-No sabes cómo me siento.
-Crees que vas a volverte loca.
Ella dijo, con una voz que ya no era insistente, sino con un timbre duro y frío que le hizo sentirse perplejo:
-¡Ni se te ocurra no tomarme en serio! ¡Ni se te ocurra!
[Del relato “Pamela”]


[Traducción de Kirsti Baggethum y Asunción Lorenzo]