lunes, octubre 15, 2012

Ciudad abierta, de Teju Cole



Éste es uno de los libros del año. El autor, un norteamericano criado en Nigeria y luego establecido en USA, ha escrito una novela extraordinaria, plena de dobles lecturas y de significados entre líneas. Mi amigo el poeta Álex Portero la definió de manera precisa: una novela mestiza. El mestizaje es una de las señas de identidad de esta narración: no sólo porque el protagonista camina a diario por una ciudad (Nueva York) propensa a la mezcla de razas y a los inmigrantes y a otras culturas, sino porque ya estamos en una época de fronteras abiertas y Teju Cole (o, más bien, su personaje: Julius) viaja también por otros lugares (me gustaron mucho sus descripciones de Bruselas, ciudad que conozco y que disfruté hace tiempo) y en todos ellos se encuentra a gente que se ha desplazado, que ya no vive en su territorio de origen y que le habla de otras personas de otros países, que hablan en otras lenguas. Es el caso del joven marroquí que vive en Bruselas y que le habla de Choukri (o Chukri), como se comprueba en uno de los fragmentos de abajo.

Julius recorre la ciudad y no hay otro sentido en sus caminatas que la necesidad de pasear, de ver y fatigar las calles, de fijarse en las personas y consignarlo todo. Aparte del mestizaje y de la inmigración, Teju Cole ha sabido reflejar con talento cómo es el mundo después del 11-S, y cómo el capitalismo y la crisis mundial han dejado a las personas. Teju Cole cuenta la historia en primera persona del singular, y su narración nos va embrujando, nos va embriagando poco a poco, nos entran ganas de salir, también nosotros, a pasear por las ciudades, solos y sin prisas, para ir registrando sus ventajas y sus inconvenientes. Y un aviso: que nadie espere un argumento clásico de planteamiento, nudo y desenlace, que nadie espere una trama de suspense ni cosas así. Pero que no se la pierdan quienes disfrutan con la narrativa urbana más pura. Extractos:

Cuando salí del Presbiteriano de Columbia el sol se estaba poniendo y daba al cielo un aspecto metálico. Bajé en el metro hasta la calle 125 y camino a mi barrio, sintiéndome mucho menos rendido que la mayoría de los lunes, me desvié para dar un paseo por Harlem. Vi la actividad vivaz de los vendedores callejeros: ropas senegalesas, DVD piratas, puestos de la Nación Islámica. Había libros autoeditados, dashikis, carteles por la liberación de los negros, haces de incienso, frasquitos de perfume y de aceite de esencias, djembes, y pequeños tchotchkes africanos para turistas. En uno se exponían fotos ampliadas de linchamientos de afroamericanos a comienzos del siglo XX.

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En la tienda de comestibles compré pan, huevos y cerveza, y en la puerta de al lado, un local jamaiquino, curry de cordero, plátanos, arroz y guisantes para llevarme a casa. Enfrente del colmado había un Blockbuster y, aunque nunca había alquilado nada allí, me asombró que un cartel anunciara que ellos también iban a cerrar. Que Blockbuster no se las arreglase en una zona llena de estudiantes y familias significaba que el modelo de empresa tenía un fallo fatal, que los esfuerzos desesperados que habían hecho últimamente, como bajar los precios de alquiler, lanzar un bombardeo publicitario y abolir las multas por retraso, habían llegado tarde. Me acordé de Tower Records, una conexión que no pude evitar, dado que ambas compañías habían dominado sus respectivas industrias durante mucho tiempo. No es que esas empresas nacionales sin rostro me dieran pena, en absoluto. Habían cosechado los beneficios y el renombre destruyendo pequeños negocios locales más antiguos. Pero me impresionó no sólo la desaparición de unos hitos de mi paisaje mental, sino la velocidad y la impavidez con que el mercado se tragaba incluso las empresas más dúctiles. Ya previamente, negocios que unos años antes parecían indestructibles se habían desvanecido, al parecer, en el lapso de pocas semanas. Cualquiera que fuese su papel, pasaba a otras manos, manos que por breve tiempo se sentirían invencibles y a su hora serían derrotadas por cambios imprevistos. A estos sobrevivientes también les llegaría el olvido.

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Obatala hizo las cosas bien hasta que empezó a beber. De tanto beber se emborrachó y empezó a modelar seres humanos defectuosos. Los yorubas creen que en ese estado de ebriedad hizo a los enanos, los tullidos, los que carecen de algún miembro y los abrumados por enfermedades que debilitan. Olodumare tuvo que reclamar el papel que había delegado y acabar él mismo la creación de la humanidad, pero ello explica que los que sufren de dolencias físicas se identifiquen como adoradores de Obatala.

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Le pedí, pues, que me recomendara algo diferente, más acorde con su idea de la ficción auténtica. Faruk tomó solemnemente un papel del escritorio y en una cursiva lenta y serrada escribió: “Mohammed Choukri, El pan desnudo, traducido por Paul Bowles”. Tras examinar un momento el papel, dijo: Choukri es rival de Ben Jelloun. Han tenido desacuerdos. Mira, algunos como Ben Jelloun llevan una vida de escritor exiliado, y esto les da… –Faruk hizo una pausa, pugnando por encontrar la palabra justa– a los ojos de los occidentales cierta poeticidad, si puedo decirlo así. Ser escritor exiliado es una gran cosa. Pero ¿qué es el exilio hoy, cuando todo el mundo va y viene a sus anchas? Choukri se quedó en Marruecos, viviendo con su gente. Lo que más me gusta de él es que era autodidacta, si es posible usar esta palabra. Se crió en la calle, y aprendió solo a escribir en árabe clásico pero, la calle no la dejó nunca.

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Salvar un bebé por instinto, un poco de felicidad; pasar un rato con ruandeses, los que habían sobrevivido, un poco de tristeza; la idea de nuestro anonimato último, un poco más de tristeza; deseo sexual colmado sin complicaciones, un poco más de felicidad; y así, sucesivamente, un pensamiento encadenaba con otro. Qué pequeña me parecía la condición humana, sujeta a esa lucha constante por modular el medio interno, a ese incontrolado movimiento de nube. Como era de prever, la mente también apuntó este juicio y le asignó un lugar: un poco de tristeza.

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Mi amigo me miró y dijo: Me pregunto por qué tanta gente ve la enfermedad como una prueba moral. No tiene nada que ver con la moral ni con la gracia. Es una prueba física, y en general no la superamos. Luego me palmeó el hombro y añadió: El sufrimiento es el sufrimiento, colega. Ya has visto lo que hace, lo ves todos los días.   


[Traducción de Marcelo Cohen]