Esta novela, escrita y publicada en los años 30, es una maravilla y no había sido traducida antes en España. Repito: no había sido traducida. En Estados Unidos es un clásico. Aquí debería serlo. Se trata de un libro adelantado a su tiempo, un libro que parece escrito en estos días: fragmentario, más que moderno, repleto de fogonazos violentos, de prosa dinámica…
William March estuvo en la Primera Guerra Mundial, y sabe de lo que habla, y la novela refleja ese catálogo de experiencias. Y nos cuenta el adiestramiento, el viaje hacia Europa, las trincheras, la contienda, las muertes, los hospitales improvisados, el regreso a casa, la locura que se apodera de algunos supervivientes y el desencanto de muchos soldados. Cada relato o cada narración individual está contada por un soldado; son un total de 113 relatos o fragmentos (o estampas, en palabras de sus editores), casi todos de apenas un par de páginas de extensión, en los que se nos ofrecen todos los matices de una guerra: las fotos de las novias, los actos heroicos, las crueldades, los fusilamientos, los cuerpos desmembrados, las deserciones, las medallas asignadas a quienes saben que no hicieron más que otros, los permisos y las prostitutas, los hombres que se despiertan y comprueban que les han amputado la pierna… y también los muertos. Muchos de los soldados que narran su historia lo hacen cuando ya han muerto, o cuando están a un paso de morir, o mientras están muriendo, lo que añade a la novela una dimensión especial que nos recuerda a Pedro Páramo, entre otros libros.
Por momentos me ha recordado a la película de Terrence Malick, La delgada línea roja: si allí varios soldados reflejaban sus puntos de vista sobre la guerra, aquí sucede lo mismo. Con una diferencia radical: en la película, los soldados desgranaban sus pensamientos, no sus acciones (porque las veíamos en pantalla); en la novela, los soldados cuentan sus acciones (sin excluir sus ideas y sus pensamientos). Dura, amena e imprescindible. Extractos:
El soldado Bernard Glass
Cuando vi caer a Jakie Bauer, con las arterias escupiendo sangre contra la pared de la trinchera como un pollo al que le acaban de cortar el pescuezo, me quedé tan patitieso que permanecí donde estaba como un tonto mientras el niño alemán se subía hasta el borde de la trinchera y huía por patas. Finalmente reaccioné y salí tras él. No me hubiese costado nada pegarle un tiro, pero me parecía demasiado bueno para ese pequeño diablo. Sobre todo después de haberlo tratado con tanta amabilidad, ofreciéndonos a comprarle el cinturón en lugar de robárselo, algo que podríamos haber hecho sin pestañear. Casi consiguió dejarme sin aliento, pero al fin lo cogí. Le clavé la bayoneta una y otra vez. Lo rematé con un culatazo en la cabeza.
[…]
**
El soldado Silas Pullman
Unos minutos más y entraremos a atacar. Oigo el tictac de mi reloj. Este silencio es peor que el bombardeo en sí. Nunca he estado bajo fuego enemigo y desconozco si podré soportarlo. No imaginaba que fuera a ser así. Quiero dar media vuelta y echar a correr. Supongo que soy un cobarde.
[…]
**
El soldado Peter Stafford
Cuando salí del éter, al principio no reconocí dónde me encontraba, pero unos minutos después se me despejó la mente y recordé que estaba ingresado en un hospital y que me habían amputado la pierna. La enfermera me administró un medicamento y enseguida desapareció el dolor. Todo me pareció confuso. A ratos era consciente de dónde estaba y de lo que me había ocurrido, y entonces me dormía y me imaginaba de nuevo en casa.
[…]
[Traducción de Bianca Southwood]