En cierta ocasión, mientras me tomaba un respiro en una terraza del Barrio Latino de París, una niña sentada a una mesa cercana sostenía en su regazo un cachorro de pastor alsaciano. Pues bien, el perro no paró de gruñirme durante la media hora escasa que permanecí en el lugar. Sé que es bastante habitual que los perros gruñan y ladren (difícilmente puede esperarse que hagan otra cosa distinta), pero allí había más de veinte personas y, mientras gruñía, el perro tenía los ojos clavados en mí. Es más, en cuanto me levanté, el chucho saltó encorajinado del regazo de la niña y, de no haberlo tenido ésta bien sujeto por una correa, a buen seguro se hubiera lanzado a por mí. Dos semanas después, una noche muy calurosa, asesiné a un pobre viejo en los Campos Elíseos; le reventé la cabeza con una piedra mientras él bebía agua de una fuente. A los pocos días dieron las imágenes del funeral por televisión: cuando vi a la niña del perro (esta vez sin perro) echándose encima del ataúd, casi se me escarcha la sangre.
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Lloramos por hambre, por sed, por enfermedad; pero también lo hacemos para que nos hagan carantoñas o nos tomen en brazos. El resto de nuestras vidas –y disculpen de antemano la síntesis perversa– es sólo un aprendizaje para sustituir ese llanto de partida por otros reclamos: empatía, belleza, seducción, etcétera. Ese periodo posterior de aprendizaje es, sin embargo, frustrante, casi baldío, porque la mayoría no llegamos a encontrar nada tan convincente como ese llanto primigenio de bebé.