Gregory se aclaró la garganta, cogió aire y, tirando la ceniza de su cigarro al lado del cenicero al lado del cenicero, dijo en voz sorprendentemente baja:
-No tengo nada de qué vanagloriarme. Los cuerpos desaparecieron en todos los casos en el transcurso de la noche. En el lugar de los hechos, invariablemente, no se encontraron huellas ni signos de allanamiento. Tampoco era necesario, en realidad, en el caso de los depósitos de cadáveres. No suelen cerrarse y, de hacerlo, un niño podría abrirlos con un simple clavo doblado…
-La sala de disección estaba cerrada. –Sörensen, el médico forense, tomó la palabra por primera vez. Estaba sentado, con la cabeza inclinada hacia atrás, postura que evitaba que llamara la atención sobre su desagradable apariencia angulosa. Masajeaba con delicadeza la piel de sus hinchadas ojeras.
A Gregory le dio tiempo a pensar que Sörensen había hecho bien al elegir una profesión en la que tenía que tratar sobre todo con muertos. Hizo una amable reverencia, casi cortesana, ante el médico.
-Me lo ha quitado de la boca, doctor. Descubrimos una ventana abierta dentro de la sala de la que desapareció el cadáver. Quiero decir que estaba entornada, pero sin cerrar, como si alguien hubiese salido por ella.
[Traducción de Joanna Orzechowska]