Al fin, aparece aquélla en lo alto de su atalaya y el viajero se relaja de inmediato. Por fin, piensa mientras se aproxima entre garajes y casas viejas que parecen muchas de ellas todavía de otra época.
Y es que Zamora ha cambiado poco o muy poco desde entonces. Anclada al lado del Duero, en mitad de la meseta y en el camino hacia Portugal, o sea, a ninguna parte, Zamora sigue siendo una ciudad muy pequeña y provinciana. Lo delatan sus edificios y el aire de sus jardines y lo confirman sus habitantes. Que parecen muchos de ellos sacados de la posguerra, por lo menos los que ahora el viajero va cruzando por la calle.
En la subida a aquélla, no obstante, prácticamente desaparecen. La parte vieja de la ciudad está casi despoblada, por lo menos a esta hora, que tampoco es que sea tan temprana. Entre unas cosas y otras, el viajero ha tardado casi dos horas en llegar de Astorga a aquí.
Pero ha merecido la pena el viaje. Porque Zamora, la ciudad de doña Urraca, la de Viriato y Bellido Dolfos, la “bien cercada” de los romances que arrasaron, sin embargo, hasta dos veces los árabes (obligando al rey de León a reconstruirla otras tantas), resplandece en su atalaya bajo el cielo azul de abril como en las fotografías. A un lado y a otro, sus torres se alzan sobre el caserío, que parece, ciertamente, no haber cambiado en mil años. Y no lo ha hecho, en su mayor parte. De hecho, siguen en pie, ocultos tras las murallas, muchos palacios y caserones que destilan historia por cada piedra y la mayoría de las iglesias que le han dado a esta ciudad el título de románica. Comenzando por la catedral, que es la primera de todas y que, desde el espigón final, preside y vigila el resto.