Con prólogo de John Le Carré y el subtítulo La experimentación farmacéutica con los pobres del mundo, 451 Editores publicó hace poco este reportaje o ensayo exhaustivo de Sonia Shah, autora del libro Crudo. Breve historia de un pozo sin fondo. Libro muy interesante y a veces demasiado complejo por la abundancia de datos, cifras y fechas: debe leerse con calma. Sonia Shah informa en sus páginas de las actividades poco éticas de la industria farmacéutica a la hora de realizar ensayos: cómo ocultan información, cómo convierten en “necesarios” medicamentos que sólo ayudan a sentirse mejor a las personas (pero en absoluto remedian una enfermedad o curan un mal), cómo la industria hace cualquier cosa para seguir amasando millones, cómo a menudo engañan a pacientes de países pobres (que no saben leer ni escribir ni saben qué es un virus) para que firmen el consentimiento para someterse a pruebas de ensayos en los que los utilizarán de conejillos de indias pero nunca remediarán sus enfermedades. Un fragmento:
Dicho de otro modo, la principal tarea de la investigación clínica no es mejorar situaciones vitales o salvar vidas, sino obtener material, datos. Se trata de una industria, no de un servicio social. La gente que patrocina y dirige ensayos clínicos lo hace para obtener información, no para complacer a pacientes o contribuir a reforzar unas instalaciones sanitarias maltrechas, por mucho que puedan recurrir a estos efectos colaterales para justificar sus actividades. Sus motivos no los convierten tampoco en personas corruptas ni en mercenarios, sino sólo en seres humanos corrientes que se protegen a sí mismos, igual que el resto de nosotros.
Pero si la investigación clínica es una industria interesada, entonces no hay razón alguna para concederle una libertad de acción especial, ni para mirar a otro sitio cuando retuerce o incluso infringe las normas. Si creemos que los sujetos experimentales deberían ser informados y que su participación debería ser voluntaria, tendríamos que exigir que el consentimiento informado se verifique y se confirme. Si es imposible, entonces deberíamos exigir que se interrumpiera la investigación. Deberíamos exigir que los acuerdos para captar sujetos experimentales (por ejemplo, el acceso a los medicamentos del estudio una vez que concluye el ensayo) fueran justos y adecuados en el presente, no en algún futuro hipotético en el que caigan los precios o se acabe la pobreza y otras personas apliquen soluciones mejores.
Dicho de otro modo, la principal tarea de la investigación clínica no es mejorar situaciones vitales o salvar vidas, sino obtener material, datos. Se trata de una industria, no de un servicio social. La gente que patrocina y dirige ensayos clínicos lo hace para obtener información, no para complacer a pacientes o contribuir a reforzar unas instalaciones sanitarias maltrechas, por mucho que puedan recurrir a estos efectos colaterales para justificar sus actividades. Sus motivos no los convierten tampoco en personas corruptas ni en mercenarios, sino sólo en seres humanos corrientes que se protegen a sí mismos, igual que el resto de nosotros.
Pero si la investigación clínica es una industria interesada, entonces no hay razón alguna para concederle una libertad de acción especial, ni para mirar a otro sitio cuando retuerce o incluso infringe las normas. Si creemos que los sujetos experimentales deberían ser informados y que su participación debería ser voluntaria, tendríamos que exigir que el consentimiento informado se verifique y se confirme. Si es imposible, entonces deberíamos exigir que se interrumpiera la investigación. Deberíamos exigir que los acuerdos para captar sujetos experimentales (por ejemplo, el acceso a los medicamentos del estudio una vez que concluye el ensayo) fueran justos y adecuados en el presente, no en algún futuro hipotético en el que caigan los precios o se acabe la pobreza y otras personas apliquen soluciones mejores.
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[Traducción: Ricardo García Pérez]