Salimos de los cines situados junto a la estación de Méndez Álvaro, tras disfrutar de un refresco en la terraza del edificio, escuchando cómo los trenes de cercanías rasgan la noche. Debido a la hora (casi la una), uno de los accesos superiores a la mencionada estación está cerrado y nos toca dar un rodeo para entrar y coger cada cual su medio de transporte. Somos cinco. Caminamos rodeando el enorme descampado que hay junto a la estación y cerca de una sucursal de El Corte Inglés. La acera que rodea el solar, protegido éste por vallas, está prácticamente en penumbra. En la semioscuridad se ven unos bultos negros que, de vez en cuando, corretean por las baldosas, salen de las alcantarillas o se meten en el descampado. A pesar de la falta de luz advierto que son cucarachas. Numerosas cucarachas. Bien cebadas. Bien alimentadas. Son gruesas y parecen fuertes. Están curadas de espanto. Hasta el punto de que la mayoría, al pasar a su lado, ni siquiera se inmuta. Las cucarachas más grandes que he visto en mi vida son las de Madrid. Tropiezas con ellas en noches como ésta. Ni siquiera eran tan grandes las que, antaño, en las noches de verano de Zamora, merodeaban en las aceras del convento próximo a la estación de autobuses. Las cucarachas son como los trolls y los anónimos de internet: aunque les cierres el paso con todos los medios a tu alcance, siempre encuentran una grieta por la que colarse. Unas horas antes pasamos junto a ese solar y me fijé en la basura típica de estos lugares: colchones desgarrados, sillas rotas, cartones, alimentos en estado de putrefacción… Sólo salvaron el panorama un par de gatos blancos, callejeros y perfectos, que comían de un plato que alguien de buena voluntad (una señora, supongo) les había colocado tras las vallas.
El paseo hasta las inmediaciones de la estación de Méndez Álvaro se llena, pues, de cucarachas que me provocan escalofríos. Cerca de la parada de taxis tampoco hay mucha luz. Los taxistas conversan en la sombra, de pie, fuera de sus vehículos. La escasa iluminación no permite averiguar si por allí corretean cucarachas e imagino que sí lo harán. Y me echo a temblar cuando pienso en sus zapatos, seguramente rodeados de bichejos que aprovechan el refugio de la oscuridad para envalentonarse. Al llegar a la estación me fijo en una hilera de hombres que duermen junto a la pared de la entrada. Dormitan sobre cartones. O sobre periódicos. Algunos están metidos dentro de un saco. Parecen heridos de guerra en un hospital; pero aquí, amigo, no hay techo que valga ni una enfermera que alivie su soledad y sus dolores. Dentro de la estación quedan unos cuantos viajeros haciendo tiempo hasta que salga el próximo autobús. Algunas personas han optado por dormirse encima de los bancos, abrazadas a la mochila o a la maleta. La estación apesta a humanidad cocida, a sudor ya viejo, a cansancio (no es que el cansancio huela, pero la nariz lo nota de algún modo).
Entramos en la red de metro. Toca hacer un par de transbordos. Algunos andenes de esta red hieden. A alcantarilla. A humedad. A lugar mal ventilado. A mierda de siglos. El hedor es insoportable en varios puntos (y sólo algunos días: no siempre huele tan mal en torno a los raíles). A esas horas los vagones están más sucios, lógicamente, porque es el final de la jornada. El último tramo. El último viaje de la noche. Los chavales entran al vagón con litronas a medio beber. Por cada tren, a esas horas, toca esperar más de diez minutos. El trayecto a casa se hace interminable. Al salir al exterior, es necesario sortear plastas de perro, botellas y algo de basura. Esto es realismo sucio y sólo lo soporto en las novelas.