Se me hace el verano cuesta arriba. Cada año más. Y no es por el calor, no. Es por el ruido, como ya dejé apuntado por aquí. Porque, con estas temperaturas de infierno, todos abrimos ventanas y balcones, suspirando por una ráfaga de aire. Y entonces nos entra de golpe el ruido que es capaz de generar una ciudad (española). El ruido de los coches, de las marujas que se encuentran en la acera cuando vienen de la peluquería, de las excursiones infantiles de fin de curso, de los ociosos y de los que se dedican a ver la vida con las manos en los bolsillos y sin otra ocupación que matar las mañanas y hablar a voces, de las orquestas y verbenas de verano y los cinefórums que montan los burgueses disfrazados de hippies, de los borrachos que andan de parranda y de la música atronadora que ponen los conductores que llevan las ventanillas del coche bajadas para que sepamos que compraron un equipo potente.
A esto se suman los niños del balcón opuesto a mi ventana. De eso ya he hablado. Pero de lo que no he hablado es de lo nuevo: al llegar el verano, como es habitual, proliferan las obras. Ahora hay una obra dos puertas más allá de la de casa, quiero decir en la misma planta, casi al fondo del pasillo, y el estruendo de golpes de maza me agota. De los mazazos es difícil escapar, porque retumban los suelos y retumban las paredes. Eso no es todo. Uno o dos años atrás, ya no recuerdo cuánto, hablé de un local próximo al portal de casa que, de vez en cuando, cerraban; un poco después los nuevos dueños lo remozaban para volver a abrirlo. Nunca funciona. Normalmente lo utilizan de restaurante. Pero es un restaurante fallido, uno de esos locales malditos en los que nada funciona, uno de esos sitios que jamás darían dinero aunque almorzaran allí con frecuencia los Reyes de España o la famosa de turno. Así que, cada tantos meses, lo cierran y le meten de nuevo la taladradora, la maza y a un puñado de obreros cuyo festival de ruidos suele amargarme la mañana. Sé que no servirá. Algunos locales de negocios están malditos, y sólo tienes que echar un vistazo a uno o dos de esos locales de La Marina, en mi ciudad natal, esos sitios cerrados ya, en los que abrieron toda clase de negocios sin que los ingresos alcanzaran para pagar las deudas que generaba cada reapertura. Así que tengo esa obra abajo, hacia la derecha, a unos metros de la ventana. Y suenan tanto los martillazos o los mazazos que es como si tuviera trabajando a un tipo dentro del armario.
Existen varias soluciones para afrontar el ruido, pero ninguna te deja satisfecho al cien por cien. La más natural es irse, pasar las mañanas en la calle, trabajando con el portátil en un café o en una biblioteca. La primera opción no favorece desde el punto de vista económico, porque tienes que consumir y no es plan de gastarse el sueldo en cafés y refrescos matutinos para alcanzar el nivel de concentración, salvo que seas “Mendel el de los libros”, ese personaje de Stefan Zweig cuya mera presencia en el Gluck daba dinero a los dueños, pues quienes iban a comprar sus ejemplares o a consultarlo debían pedir una consumición. La segunda no me entusiasma: en una biblioteca no tienes a mano la nevera con agua fría y refrescos ni puedes quitarte los zapatos. Otra opción es resistir en casa, poner alta la música e intentar que anule los llantos infantiles y el estruendo de las obras. Tampoco suele servir: los martillazos y los chillidos superan el nivel de decibelios. Algunas mañanas las paso, ahora, con los tapones de espuma puestos. No oigo cuando llaman al timbre, pero al menos escapo del ruido durante unas horas. Lo malo es que vivo igual que un sordo.